Ricardo Silva Romero: “Lucho Herrera tenía visos de héroe de un poema nacional”
El escritor bogotano novela en el libro ‘Alpe d’Huez’ la etapa reina del Tour de Francia de 1984, en la que triunfó el ciclista colombiano y que significó un bálsamo para un país que entraba en su laberinto de violencia
Colombia, en julio de 1984, era un país relegado, difícil de referenciar, ubicado en algún lugar de Sudamérica, que se empezaba a llenar de titulares de horror en la prensa: asesinatos, carros bomba, secuestros, atentados, narcotráfico. Pero de ese sitio difícil también emergió un hombre menudo, moreno, callado, cauto, que se convirtió en una de las poquísimas esperanzas de un país que buscaba a qué aferrarse: Luis Alberto Lucho Herrera. Su profesión: jardinero y ciclista aficionado. Su mérito: vencer contra todo pronóstico a los mejores ciclistas del mundo en el Alpe d’Huez, la etapa reina del Tour de Francia. Esa hazaña, llena de épica y de nostalgia, es el centro del argumento de Alpe d’Huez (Alfaguara), la más reciente novela de Ricardo Silva Romero que ha visto la luz a cuatro décadas de la gesta de Lucho Herrera.
La etapa se disputó el 16 de julio de ese año, el segundo en que Colombia tenía representación en la mayor carrera ciclista del mundo ―tras su estreno en 1983, recordado más por la importancia de la primera vez que por los logros―. Lucho Herrera no había participado el año anterior, pero esta vez, ya con varios triunfos en la Vuelta a Colombia encima y con una capacidad para escalar montañas que no tenía comparación, lideraba el equipo de su país, ávido de algo de lo que pudiera sentirse orgulloso. Sentado frente a la pantalla de su computador, Silva Romero, que tenía ocho años en el momento de la etapa, reflexiona: “El país le tenía encargada semejante misión, y quizás por eso esa etapa es tan importante en la memoria de quienes la vimos y fue un orgullo que estábamos esperando sentir”.
En el libro, la etapa se convierte en un eje en el que confluyen dramas, peleas, dudas, temores y dolores, solo imaginables para quienes compitieron y acompañaron esa batalla demencial por alcanzar el triunfo en semejante montaña a costa del bienestar del propio cuerpo. A lo largo de la trama desfilan personajes tanto ficticios como reales ―Bernard Hinault, Laurent Fignon, Manfred Zondervan, Marisol Toledo…― que van cargando la etapa por relevos hasta la apoteosis final de la victoria de Herrera, que ganó en el Alpe d’Huez antes de que lo hiciera cualquier francés y que significó el primer triunfo de un colombiano en la mayor vuelta ciclista del mundo. Con una particularidad: no montaba en bicicleta para ser famoso, tener éxito ni ganar mucho dinero: él montaba en bicicleta por el mero placer de hacerlo.
Para Silva, Lucho Herrera era algo así como el baluarte más ilustre de una Colombia que había desaparecido en medio de la guerra y la violencia. “Era un colombiano como los de antes del narcotráfico, de la sociedad mejor colombiana. Era un tipo que tenía visos de héroe de poema nacional, como de alguien que encarna lo mejor de su tierra. Por eso fue particularmente importante ver esa etapa y a esa persona que no tenía mucho que decir. Si le preguntaban cómo le fue, decía: ‘Misión cumplida”, recuerda. En resumidas cuentas, era un colombiano que, pese a estar en la cima del Olimpo ―o del Alpe d’Huez, en realidad―, seguía siendo un trabajador clásico que se levantaba cada día muy temprano a cumplir con su labor. “Eso se sintió como una reivindicación, como quien dice: ‘Mire, nosotros somos como este señor y no como estos narcos”, agrega Silva.
El narcotráfico, esa cruz que carga Colombia hasta la actualidad y que en ese momento ya era combustible para mucho dolor. En abril del 84 había sido asesinado el ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, y la sociedad ya estaba tomada por los narcos, que habían declarado la guerra al Estado en su pulso cruento contra la extradición. El país se había dejado tomar ventaja de las bandas, de las guerrillas, y el Gobierno del entonces presidente, Belisario Betancur, que llegó al poder con la promesa de la paz, había logrado acercamientos con varios grupos insurgentes. En medio de ese escenario de confrontación ―que, aunque ha mutado, sigue en la actualidad―, Herrera era la esperanza. “Había afiches en todos los locales colombianos que decían ‘Lucho es paz’. Ya estábamos encomendando a nuestros deportistas la Cancillería: ‘Saquen la cara por nosotros, muestren que somos capaces de trepar cualquier calvario”, dice el escritor.
Ese Lucho Herrera, silente y heroico, es el centro de una trama alimentada y enriquecida por entrevistas, búsquedas en periódicos o revistas y lecturas de libros de ciclismo. Pero también, y cuando fue necesario para construir personajes de novela, por métodos esotéricos. “Lecturas del tarot, astros, entrevistas, archivos de historia… No he tenido problema en ponerle a un personaje su personalidad del eneagrama, o su signo del zodiaco y que eso le sirva. Que, si el personaje es Tauro, sea terco, por ejemplo. O, si es Escorpión, que haya que cuidarse un poco la espalda del personaje”, explica Silva. Pero también de recuerdos, de la memoria que queda del niño Ricardo de ocho años que era incapaz de sentarse frente a la pantalla del televisor por la emoción de la gesta del máximo de sus ídolos, al único al que, en toda su vida, le ha pedido un autógrafo.
Los narradores, al lado de la gloria
Cuando recibió la nacionalidad colombiana, el filósofo español Jesús Martín-Barbero dijo que había logrado entender a Colombia ―y no solo desde el punto de vista geográfico, sino también costumbrista y cultural― a través de los narradores radiales de ciclismo. Esos locutores, a veces graciosos, con frecuencia desatinados, pero siempre instalados en la memoria de quienes los escucharon, tienen una importancia trascendental en Alpe d’Huez en las personas de viejos conocidos del mundo literario de Silva Romero: Pepe Calderón e Ismael Enrique Monroy. En esos narradores creados por el recuerdo confluyen las voces de tantos que se han puesto detrás de un micrófono para llevar, con su léxico rebuscado, con la emoción desbordada, con relatos que a lo mejor tenían mucho de ficticios, todo lo que ocurría en la carrera para que quienes los oyeran pudieran imaginarlo. Así, aunque sea un personaje creado, es difícil que la narración del Aristócrata Monroy suene inventada:
“¡Ahí viene Herrera, viene Colombia, viene el Jardinero entre la calle de honor de los desaliñados!, ¡Herrerarrerarrera es una bandera desbordada como un vuelo de aves migratorias!, ¡Herrera está aquí, en el Alpe d’Huez, dándoles una lección de humildad a los altivos franceses, dejando atrás a un rosario de pedalistas que a duras penas han tenido tiempo de decirle adieu!”.
“Cuando uno va al estadio y no oye la narración, todo es más torpe, todo es menos coreográfico, menos bello, más sucio. Lo que le da vuelo a la imagen siempre es un buen narrador. En el caso del ciclismo, uno casi que estaba escuchando la narración y constatando lo que se veía en el televisor”, recuerda el novelista. Y entonces enumera a grandes hitos de la radio colombiana que están atados de por vida a la memoria nacional: “Los narradores de ciclismo eran maravillosos, desde Carlos Arturo Rueda hasta Julio Arrastía Bricca y el Comandante Alfredo Castro, todos eran de una potencia... y, ya en el contexto del deporte, eran exóticos para los demás narradores. Siempre había una nota de algún canal suizo sobre cómo eran de simpáticos los narradores radiales colombianos”. Ese recuerdo, que de lo emocionante es tan vívido, se abre un espacio fundamental en la ficción de Ricardo Silva:
“¡Aquí viene Herrera! ¡Ahí viene el Jardinero! ¡Ese es! ¡El mismo! ¡El nuestro! ¡Que los ángeles toquen sus trompetas y los muertos se levanten de sus tumbas a reconocernos el presente! […] ¡Levanta los brazos tímidamente en la línea de llegada como poniendo la mirada en su papá y en su mamá! ¡Primero Herrera! ¡Primero Colombia!”.
La ficción y sus virtudes
Desde su infancia, Ricardo Silva Romero ha permanecido fiel a sus aficiones, llámense cine, literatura, cómics, camisetas de Millonarios o uniformes de ciclismo. Eso explica que, en buena medida, el origen de Alpe d’Huez sea un ataque de nostalgia. “Yo creo que hay una nostalgia que paraliza y hay otra que revitaliza, que es la nostalgia del género de la novela, que recoge lo que sucedió, lo revive, lo actualiza y lo vuelve presente”, explica. De manera que, aunque la novela narre hechos que ocurrieron hace 40 años, en realidad tiene elementos que la llenan de vigencia y que funcionan como una suerte de terapia en la que tanto quien escribe como quien lee puede encontrar un espacio en el que depositar sus propios dramas internos. “Es el juego de entregar lo que hay adentro, ponerlo afuera para estar más liviano en la vida”, comenta.
No obstante, las virtudes que Silva halla en la ficción no se ciñen al ámbito individual. En su opinión, es una especie de lugar seguro en el que se puede estar lejos de la agresividad propia del ambiente de confrontación en que vive Colombia: “Cada vez le veo más sentido al lenguaje de la ficción ahora que estamos en tanta tensión política. Nuestra tensión no viene de la guerra, ni de una catástrofe natural, sino de nosotros mismos. La catástrofe somos los propios colombianos”. Explica que en el país la gente se relaciona a través de una comunicación violenta, que arranca por aniquilar al otro y después victimizarse. “Digo esto porque, si hay un lenguaje que no sea violento, es el de la ficción. La ficción es una tierra de nadie, el lugar en el que caben los soldados de ambos bandos y pueden estar en tregua y darse cuenta de que no tienen razones para matarse. La ficción y en especial la novela son ese lugar, y ya de entrada es un sitio que uno puede llamar neutral”.
Es también en la ficción donde se hace más evidente uno de los dramas clave de la vida humana: el paso del tiempo, un elemento en el que coinciden el ciclismo y el fútbol: “Ambos son carreras contra el tiempo, uno sabe que el tiempo es el centro de ese lío. ‘Vamos 1-0 y se está acabando el tiempo’, o, en el ciclismo, ‘Estamos perdiendo dos minutos con este, estamos agarrando 30 segundos”. Pasa igual en el hecho de vivir, que también es una carrera contra el tiempo: “Hay un punto de cada vida humana en que es claro que el tiempo es irreversible, hay un punto en que todos lo notamos”. Y entonces emergen el arte y la ficción como una suerte de escape: “Lo que hacemos es arte, que todos lo hacemos así no seamos escritores o pintores, todos reaccionamos al paso del tiempo con la vocación de contar lo que nos pasa”.
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