La fuga eterna de Lucho Herrera
Esquivo y reservado, el legendario ciclista colombiano revive sin nostalgia sus logros en las grandes vueltas
Está un poco fuera de peso, pero todavía conserva su figura de hombre joven. Sostiene el volante de su camioneta con suavidad y pisa el acelerador. El viento se cuela con furia por la ventanilla. En Fusagasugá (Colombia) vive una leyenda, un mito. El que pase por aquí podría esperar a un señor sentado en un sofá que de vez en cuando descolgara una foto de la pared para explicar con más nitidez alguna de sus muchas hazañas. En su lugar encontrará a un empresario en vaqueros y calado con una gorra de béisbol, rejuvenecido, nada melancólico, casado por segunda vez con una mujer mucho más joven que él, con quien tiene un hijo de ocho años. “Amor, pronto acabo”, le susurra por teléfono, que utiliza con una de las manos que ha soltado del volante.
El hombre disminuye la velocidad y aparca junto a una rotonda coronada por una estatua, la suya. Lucho Herrera, de 60 años, es considerado uno de los mejores escaladores de la historia del ciclismo. El Rey de la Montaña, le llamaban. Lo fue en los años ochenta en el Tour, la Vuelta y el Giro. En la Colombia de esa época, golpeada por las guerrillas, el narcotráfico, las matanzas de campesinos a manos de militares, sus victorias suponían una forma de afirmación nacional. Era oro en medio de la oscuridad. La gente se agolpaba frente a las tiendas de electrodomésticos para contemplar sus finales de etapa, como si llegara a la Luna. Su pueblo, junto a Bogotá, le rinde tributo con una escultura de piedra y metal colocada en la parte central de una carretera muy transitada, con el peligro de que algún día un camión se la lleve por delante. Es la imagen de un ciclista con los brazos en alto, se supone que entrando en la meta, vestido con un maillot de lunares. Las ruedas desprenden una estela de fuego. “Se me parece, ¿cierto?”, pregunta Herrera.
La verdad es que no mucho.
Este acto de vanidad, el de contemplarse a sí mismo en bronce, no es propio de él. Lucho vive despegado de sus recuerdos, de su propio pasado. De vez en cuando alguien lo reconoce en un restaurante y no tiene más remedio que estrechar una mano, sacarse una foto, esbozar una sonrisa forzada. Está encantado de volver a su sopa y al anonimato.
—No extraño el ciclismo. Son etapas de la vida.
Lucho se queda mirando el horizonte después de la frase, envuelto en el silencio. Está sentado en un butacón del pasillo de un motel, su motel. Un hotelito junto a la carretera de una planta, con piscina de hormigón y televisión por cable. Las camareras hacen el aseo mientras tanto. El terreno sobre el que está construido lo compró a principios de los noventa con los premios de las carreras. Al lado construyó un restaurante que gestionó durante un tiempo, hasta que se cansó. Demasiados quebraderos de cabeza. Ahora se lo ha alquilado a unos chicos que planean tenerlo abierto las 24 horas del día. La idea de los nuevos administradores era colocar una bicicleta voladora en la entrada, un maillot gigante en medio del salón y salpicar las paredes con imágenes de Lucho. El dueño no lo ha autorizado. En el motel apenas hay una vieja foto suya, en blanco y negro, subido a una bicicleta, publicidad de Café de Colombia. Fuera de eso, nada. No hay culto a la personalidad visible. “No me gusta”, dice.
En las cumbres, mantuvo una rivalidad histórica con Bernard Hinault, ciclista francés ganador de 10 grandes vueltas. Lucho se dio a conocer al mundo cuando lo derrotó en Alpe d’Huez, durante una etapa del Tour de 1984. “Ese día hacía frío”, recuerda. “En Grenoble, en la zona de alimentación, alcancé la punta. Cogí por un ladito y avancé. Empecé a subir con Fignon, Pedro Delgado... y cuando alcanzamos a Hinault, como que yo le parto. De ahí voy hasta la meta”.
—¿Ha vuelto a ver a Hinault?
—Nunca. Cuando vino acá al clásico RCN (una vuelta a Colombia por etapas) tuvimos la oportunidad de comernos un paté con champagane, esa vaina que él pidió en un hotel.
—¿Sabe que en su autobiografía le cita varias veces?
—No sabía.
En persona es igual de esquivo que cuando enfrentaba a sus rivales. Tímido, reservado, se deja ver poco. Hace poco participó en una charla con otros exciclistas que moderó el periodista Sinar Alvarado. Lucho se excusó en mitad de la conversación y se marchó. “Lucho sigue en fuga”, bromeó Alvarado. Su carácter proviene del campo, donde se crió. Su madre le regaló a los 15 años una bicicleta para ir al colegio. Cinco kilómetros cuesta abajo de ida, otros cinco de vuelta por un cerro empinado. Ahí se forjó el deportista abnegado. Por las tardes cuidaba de su jardín, donde cultivaba plantas ornamentales, la especialidad de Fusagasugá. Era un campesino. Floristeros de toda Colombia vienen hoy día hasta aquí para comprarlas y de paso dormir en el motel de Lucho. Un viejo comentarista deportivo, el argentino Julio Arrastia, le apodó con tino como el Jardinerito.
Creció escuchando por la radio las gestas locales de Rafael Niño, José Patrocinio, Roberto Castro. Más tarde él mismo sería pionero en el ciclismo colombiano en Europa. Llegaron bebiendo aguapanela, una bebida a base de jugo de caña, y comiendo bocadillos, unos dulces con pulpa de guayaba. Tuvieron que cambiar a las barritas energéticas. Los rivales los veían por encima del hombro al ser más bajitos, más morenos. Se tuvieron que tragar su orgullo al verlos trepar las montañas. Nadie les podía, nadie podía seguir el ritmo de Lucho.
Sus ascensos generaban un extraño consenso en un país quebrado. En la Vuelta a Colombia la gente se arremolinaba en la carretera para verlo pasar fugazmente. Las cuadrillas saludaban a los militares en un llano, a los guerrilleros a mitad de camino y a los paramilitares en lo alto del cerro. El mayor bandido del país, Pablo Escobar, patrocinaba un equipo ciclista. Su hermano mayor, Roberto, era el director y él mismo había sido años atrás un deportista meritorio. Lucho sobrevolaba ese mundo corrompido a lomos de la Vitus 979.
Aunque la violencia le acabó alcanzando, como a casi todos los colombianos. En el 2000, ya retirado, tomaba café en casa de su mamá cuando unos señores irrumpieron y se lo llevaron de malas formas en una camioneta. Lo llevaron hasta una montaña que tuvo que cruzar a pie. Al llegar a un campamento de las Farc lo encerraron en una habitación oscura. La noticia se propagó por todo el país. La guerrilla debió de evaluar la repercusión de secuestrar a uno de los colombianos más queridos porque a las 24 horas lo liberó sin pago de por medio. Qué pena con usted, campeón, disculpe el malentendido.
Ese apelativo se lo había ganado al coronarse en la Vuelta de España de 1997. O en los Alpes. “Allí hacía un frío hijueputa. Me acalambraba. Una vez volví después de un Giro y no sentí las manos durante 20 días, por la nieve y toda esa vaina”. Por momentos parece más animado.
“Ahora si hablo más, será por la edad. Antes era todo sí señor, no señor. Un periodista me invitaba para un programa de 30 minutos y en cinco habíamos acabado. Indurain tampoco es hablador, ¿no?”.
¿Tiene una espina clavada por no haber ganado el Tour? “No se me presentó la oportunidad. ¿Sabes lo que me mataba mucho? Las contrarreloj. Me tocaban 200 kilómetros en llano y ahí perdía todo. Yo podía ir bien hasta los 30-35, ya después no”.
A continuación, Lucho apura el café, deja la taza en el suelo y anuncia: “Vamos”
Ahí es cuando agarra el volante con suavidad. Mete las marchas y se dirige a su yo de bronce. Debajo hay una placa de 10 líneas, tres en referencia al Jardinerito, siete para el alcalde que la colocó. “Esto se va a quedar para toda la vida”, señala Lucho con el dedo. Parece un revelador momento de autoconciencia para un ciclista legendario. Aunque le dura poco. En ese momento un tráiler cruza la rotonda. El conductor toca su estruendosa bocina. ¡Ha reconocido al campeón! Lucho saca durante un segundo la mano del bolsillo y le devuelve el saludo sin tanto entusiasmo.
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