El olvido recorre los columbarios de Beatriz González en el Antiguo Cementerio de Pobres de Bogotá
La deteriorada estructura, patrimonio de la Nación, alberga la obra ‘Auras anónimas’ de la destacada artista bumanguesa
La vida y la muerte siempre han estado estratificadas en Bogotá. Los columbarios, esas bóvedas que sirvieron en el céntrico Antiguo Cementerio de Pobres como colmenas funerarias, están amenazados por el olvido. Su declaratoria como bien de interés cultural de la Nación, a fines de 2019, ya rescató cuatro de los siete panteones originales de los planes del alcalde Enrique Peñalosa, volcado durante sus dos administraciones en la tarea de levantar un parque deportivo con canchas sintéticas y gimnasio en su lugar. Pero la falta de recursos para el mantenimiento aún supone una amenaza para la memoria de miles de lavanderas, vendedores ambulantes, soldados rasos, víctimas anónimas del Bogotazo o personas sin techo enterradas allí desde 1947.
Beatriz González (Bucaramanga, 1932), una artista cuyas obras cuelgan en museos como el MoMA o la Tate de Londres, alzó la voz contra la idea de echar este pedazo de ciudad al basurero de la historia. Y junto a su amiga, la no menos reconocida escultora Doris Salcedo (Bogotá, 1958), emprendió en 2003 una cruzada para proteger un lugar que ha convivido en silenciosa solemnidad junto al Cementerio Central, el camposanto en el que guardan reposo los familiares fallecidos de una parte de la élite capitalina.
Desde entonces, el pasado no ha dejado de enviar señales. “Una noche de luz de luna, viniendo del aeropuerto por la calle 26, vi esas edificaciones blancas, con los nichos negros, y se me ocurrió la idea de hacer las lápidas”, suelta González una mañana de mediados de junio en que el sol atraviesa los ventanales de su taller del centro de Bogotá. Así fue como en 2007 presentó el proyecto a las autoridades distritales para intervenir casi 9.000 bóvedas vacías a través de ocho siluetas negras, como sombras, de cargueros que transportan a personas fallecidas sobre una manta.
La obra se tituló Auras anónimas y, tras la aprobación y comisión del instituto de patrimonio, en 2009 se inauguró públicamente. El estado de aquel trabajo, proyectado para resistir unos dos años, hoy no es el mejor. Tampoco lo es el de la estructura de las cuatro naves edificadas en 1945, con sus extensos corredores de 150 metros de largo por 10 de ancho. Los operarios del Distrito han desplegado carpas provisionales sobre algunas zonas para proteger las tejas de ladrillo, así como algunas cerchas o soportes en madera para auxiliar el trabajo de las envejecidas columnas.
Sobre el ajedrez irregular de sus baldosines se ven algunas de las tapas en polietileno regadas con la figura de los cargueros y otros objetos que los deudos han ido dejando por el camino. Con la declaratoria de protección oficial se ha buscado resguardar el valor patrimonial del lugar y de la obra de Beatriz González, pero el desembolso de los 38.000 millones de pesos que se requieren para la restauración e intervención paisajística ha tardado más de la cuenta. A veces, la telaraña burocrática y la memoria no coinciden.
A la falta de empuje político del Ministerio de Cultura se ha sumado la priorización de otros proyectos. El exalcalde Peñalosa, por su parte, ha arremetido en sus redes sociales contra el proyecto una y otra vez. En octubre de 2019 se quejó de que la Alcaldía le pagara a la artista bumanguesa 174 millones de pesos por la elaboración de los 8.000 dibujos sobre acrílico. O de que los “sabios” del Consejo Nacional de Patrimonio bloquearan “eternamente” la oportunidad de construir un parque deportivo en un lote tasado en 80.000 millones de pesos: “Como si se tratara del Coliseo de Roma”, ironizó.
A la espera de que el Distrito abra un concurso público para restaurar los columbarios, la licitación para actualizar el diseño paisajístico que lo rodea ya ha sido adjudicada a la firma de arquitectura antioqueña AEU. Los renders del proyecto, que propone un circuito para la memoria, muestran unas alamedas elevadas cobijadas de bosque nativo. El plan, cuyos trabajos no han empezado, estará acompañado de textos que recuerdan la historia de la vieja necrópolis.
El curador del Museo Universitario de Arte Contemporáneo de la Universidad Autónoma de México, Cauthémoc Medina, lo cataloga como una pequeña gran victoria contra aquellos teóricos del urbanismo empecinados en asignar alguna función, ya sea de servicios o comercial, a cada rincón vacío de las ciudades.
“Este es un lugar para la memoria social, para la historia cultural reciente de Colombia, donde no existe ninguna lógica productiva. Es interesantísimo porque la intervención de Beatriz González consigue darle vigencia al lugar físico, de recordación de los muertos, pero también establece su importancia como monumento para la reflexión sobre el papel del arte público”, argumenta Medina desde la capital mexicana.
De hecho, 9.000 nuevas lápidas estampadas con las mismas figuras, esta vez sobre placas de cemento más resistentes, aguardan en una bodega a las afueras de Bogotá para reemplazar las actuales. Puede que algunos urbanistas de la línea ‘peñalosista’ no vean valor en el viejo cementerio, pero los curadores de arte y expertos en patrimonio no dejan de resaltarlo como un hito con visos místicos de un pasado incompleto en Colombia.
Una católica no beata
Beatriz González se reconoce como católica practicante, más no “beata”. Sentada en un taburete, con ese ícono bogotano que son las Torres del Parque proyectadas por su fallecido amigo, el arquitecto Rogelio Salmona, de fondo, la artista recuerda que la Biblia ha servido como fuente de inspiración para los títulos de varios trabajos. Auras anónimas no ha sido la excepción. Entre la importancia del absurdo de la violencia y su gusto por la cultura popular, recuerda que estudios recientes en el subsuelo del Antiguo Cementerio de Pobres han cifrado en unos 16.000 el número de cuerpos que aún reposan bajo tierra.
Se trata de un poso compuesto por sustancias tóxicas y ecos del olvido. Manuel Borja-Villel dirigió durante más de una década el Museo Reina Sofía en España. En 2017 acogió en el centro madrileño la exposición itinerante Beatriz González: 1965-2107. A la entrada del Palacio Velázquez, que funciona como sede alterna en el corazón del Parque del Retiro, se colgó por entonces una fotografía ampliada de los columbarios. “Lo hicimos porque la maestra, dentro de la tradición de lo pop, entre comillas, le da un giro extraordinario al monumento para situar en el centro a todos los seres anónimos que han sido borrados de la historia”.
Vistos los derrumbes de estatuas en los últimos años, el también historiador del arte castellonense valora como un “gesto plástico magistral” la idea de apartar la mirada de los símbolos de poder. La inquietud de González, argumenta, descarta el peso de la tradición y de los privilegios sociales. Subraya el relato de lo pequeño, sin necesidad de gritar contra colonizadores, dictadores o generales esclavistas.
En su opinión, el resultado es “coherente” porque sacude los cimientos de una historia de injusticia, “replantea” y desnuda con crudeza la memoria de un lugar poblado por miles de cadáveres cuya huella se niega a desaparecer. El director del Museo del Barrio en Nueva York, Patrick Charpenel, asegura con la misma contundencia que se trata de una de las obras más icónicas del patrimonio urbano y artístico latinoamericano reciente.
“Conservar un proyecto público de esta dimensión”, afirma Charpenel, “debe ser una preocupación central del país. Todos debemos tener la posibilidad de contemplar esta obra de arte que genera una experiencia muy compleja, donde se recoge la carga política del trabajo de Beatriz González, con su aproximación excepcional a los temas históricos y sociales”.
Hoy la única forma de acceder a los columbarios, cerrados al público general, es a través del contiguo Centro de Memoria Paz y Reconciliación. Como en un ejercicio de psicoanálisis, Beatriz González escarba en los cajones de la memoria para encontrar la fuente de inspiración para Auras anónimas. Más allá de la influencia de los reportajes gráficos de la prensa en su obra, que la atraviesa casi toda, surge repentinamente de su mente, tras un momento de cavilación, el verdadero motor del proyecto: “Bueno, yo tenía un primo que desapareció. Un muchacho de apellido Aranda que se lo llevaron de la universidad para siempre. Nunca supimos más de él. Esa pequeña tragedia familiar tiene que ver con todo esto”.
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