Los emberás, discriminados incluso en su natal Chocó
Líderes indígenas denuncian que a diario reciben insultos, burlas y comentarios sexistas en municipios a los que llegan tras ser desplazados
Cuatro horas con intensos dolores de parto, sin atención médica y en un piso frío de una clínica de Comfachocó tuvo que esperar Diana Maizony para ser atendida. Durante ese tiempo el único médico que la examinó le dijo de manera despectiva que era “de esas que paren solas” y que “a los ‘indios’ se les deja aparte”. Solo pudo dar a luz a su primer hijo cuando apareció una enfermera que decidió atenderla. Luego de ese episodio de racismo y violencia obstétrica, Diana se prometió no regresar a un hospital para parir. A su segundo hijo eligió tenerlo sola en su casa pues temía volver a ser víctima de atropellos por el mero hecho de ser emberá.
A sus 30 años de vida, ese ha sido apenas uno de innumerables episodios de violencia que ha sufrido en los diferentes sitios del Chocó a los que ha llegado desplazada. La primera vez que se desplazó fue cuando era una niña. Huyó de la comunidad Miácora, en el Alto Baudó, y llegó con su familia a Bojayá. Allí sobrevivió a la masacre perpetrada por la extinta guerrilla de las FARC en 2002. Después de la tragedia, su familia empacó unas pocas maletas y escapó en un pequeño bote hacia Quibdó. Desde entonces viven en la capital chocoana.
De acuerdo con un censo del 2018 realizado por el DANE, en Quibdó viven 4.006 de las 68.415 personas que se auto reconocen como indígenas en el Chocó, lo que hace de una ciudad históricamente afro el tercer municipio con más presencia de la etnia embera. Según el último informe de la Oficina para Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas (OCHA), a esa etnia pertenecían 2.628 de las 6.780 víctimas de desplazamiento forzado en enero en todo el país.
Muchos de los desplazados, al igual que Diana, han llegado a la capital del Chocó, pero otros se han desplazan a ciudades como Bogotá. El caso más reciente fue en 2021, cuando aproximadamente 2.000 indígenas, en su mayoría emberás, mal vivieron por varios meses el Parque Nacional mientras les exigían garantías de seguridad, retorno y estadía digna al Gobierno Nacional y Distrital.
Quienes han decidido quedarse en el departamento donde nacieron, no han logrado esquivar los obstáculos incluso para acceder a servicios básicos como la salud. A estas barreras se refiere Ana María Cerón, responsable de asuntos humanitarios de Médicos sin Fronteras, una oenegé que brinda atención médica en el departamento: “Difícilmente en los centros de salud hay personas hagan la labor de traducción. Eso ya supone una barrera inmensa y es un trato discriminatorio. A esto se le suman las expresiones del personal de salud que estigamizan las formas de los indígenas para cuidar su salud”, sostiene Cerón.
La exclusión hacia los emberá ha ido creciendo con los años, con el aumento de su presencia en las grandes ciudades, y se extiende más allá de las entidades gubernamentales. Según Usy, indígena emberá y estudiante de Comunicación Social, en las calles o negocios comerciales de Quibdó, les llaman ‘los cholitos’ de manera peyorativa. En algunos restaurantes los hacen sentar en el suelo o no los atienden. Para las mujeres la violencia va por partida doble pues soportan constante acoso sexual, “los hombres de cualquier edad, afro o mestizos nos dicen: ‘que rico una chola, quisiera experimentar”, cuenta Usy, quien recuerda que hace unos años a las indígenas las interceptaban y de manera forzosa les cortaban el pelo para venderlo.
Danilo Chamorro se desplazó a temprana edad de la zona del medio Baudó. El líder emberá, quien creció y estudió en Quibdó, concuerda con los testimonios de Maizony. “Durante mi educación escuché comentarios como que los ‘cholitos’ teníamos comportamientos raros o nos estigmatizan por nuestra forma de vestir”, asegura.
Diana alertó que al acoso sexual a las indígenas, se le suma el incremento del matoneo hacia los niños emberá. A dos de sus hermanas les dicen constantemente en el colegio que su pelo es “lo único bonito de ser indias”. En varias ocasiones sus compañeros las han maltratado para que se lo cortaran, llegando a rociarles líquidos extraños y pegarles chicles.
Una historia similar vivieron Do Eruby y Jikawa, de 4 y 7 años, que dejaron de jugar en el parque infantil de su barrio desde que varios niños afros les lanzaron piedras cuando usaban los juegos. Les gritaban que “el parque no era para los cholos”.
Chamorro, quien por su manejo del español tiene labores de traductor en su comunidad, también cuenta que ha sido testigo de los tratos crueles que sufren indígenas en ciertos centros de atención estatales. Para él, el problema está en que no hay un enfoque étnico a la hora de abordar a esta población. “Es necesario enseñar la práctica de los valores y tener la intención de entender el modo de vida de los pueblos originarios. Si la educación no avanza en tratar estos temas relacionados con territorio y las comunidades lo que pasa al final terminamos dividiéndonos”, apunta.
La lucha por visibilizar las raíces emberá
La Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) indicó que a causa del conflicto armado en 2022 al menos 148.703 integrantes del pueblo emberá sufrieron de afectaciones que han tenido graves impactos en sus comunidades, llevándolos a abandonar sus resguardos y con ello, han perdido o se han debilitado sus tradiciones. Muchas familias llevan años intentando retornar a sus territorios, pero la presencia de actores armados ilegales lo ha impedido, llevándolos a tener sus hijos en ciudades diferentes y a que crezcan lejos de sus costumbres.
Ese fue el caso de Usy, quien creció en Quibdó junto a dos de sus hermanas, su mamá enfermera y su papá, un docente indígena. Si bien su familia procuró mantener las tradiciones presentes, se alejó de ellas al por vivir en una ciudad donde son mal vistas. Solo mientras cursaba el pregrado, se despertó en ella una necesidad de reconectar con la cultura de su pueblo. Por ello fundó Nepono Werara, —que traduce “el florecer de las mujeres”—, un grupo de mujeres emberá que mediante diferentes prácticas artísticas intentan rescatar saberes ancestrales como el baile, el canto o la pintura corporal.
“Es fundamental conservar nuestra ancestralidad porque olvidar la historia sería convertirnos en individuos sin identidad”, sostiene Usy. Agrega que Nepono busca que las jóvenes reaprendan y “recuerden cómo cantan y danzan nuestros abuelos y abuelas. Es un espacio en el que pueden hablar el Embera Bedea, adquirir conocimientos y estrategias para compartir lo que saben”.
Poco a poco se han ido sumando mujeres y ya completan 15 jóvenes. Entre las motivaciones de Usy para crear Nepono estaba el deterioro de la salud mental de varios indígenas cercanos. Conoció numerosos casos de suicidio, que la llevaron a pensar en un espacio que pudiera servir como refugio para las mujeres emberá que, además del racismo, sufren el machismo dentro y fuera de sus comunidades.
Diana comparte esa preocupación. Su meta es terminar su carrera profesional de administración a como dé lugar. Ya había abandonado la carrera de enfermería por la estigmatización a la que fue sometida por sus profesores o compañeros, pero explica que se niega a someterse de nuevo. Dice que formarse y ser profesional significa adquirir herramientas para ayudar a su pueblo: “Me he esforzado mucho por ganarme un espacio. Esta vez no me voy a dejar”, dice.
Al cierre de esta nota Usy le contó a EL PAÍS que otro indígena emberá se había suicidado en Quibdó. Ante hechos dolorosos como ese, ambas mujeres se proponen seguir luchando, repiten que no es una posibilidad engrosar las cifras de suicidios. Tanto en la voz de Diana como en la de Usy, se siente una honda fuerza. Una que las motiva a seguir y demostrar que, pese a la violencia, son ejemplo de resistencia y contención entre mujeres.
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