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Federación Nacional Cafeteros
Tribuna
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Juan Valdez contra Pablo Escobar

La caficultura ha sido un freno a la expansión de los cultivos ilegales en buena parte de Colombia: los campesinos siembran café en lugar de coca en buena medida gracias a su Federación

Un grupo de agricultores cosecha café en una plantación en el municipio de Gigante (Colombia)
Un grupo de agricultores cosecha café en una plantación en el municipio de Gigante (Colombia).Timothy Fadek (Getty Images)

Cuando en Nueva York o Madrid la gente piensa en Colombia, inmediatamente se le vienen a la cabeza dos productos de origen agrícola: el café y la cocaína. Aunque es una asociación poco afortunada, la historia de esos dos estimulantes ayuda a entender la trascendencia de lo que ha sido la Federación Nacional de Cafeteros (FNC) y todo su andamiaje institucional.

Ambos son productos esencialmente para la exportación, ambos son fácilmente cultivables en la zona tropical, ambos requieren poderosas organizaciones de promoción y comercialización para defender su mercado. Y lo más importante, ambos son cultivos esencialmente en manos de pequeños cultivadores. El área promedio de la finca cafetera es de solo 1,5 hectáreas y hay aproximadamente 540.000 cultivadores. Como todos los campesinos que exportan sus productos, los cafeteros y los cocaleros están a merced de los intermediarios y en general reciben solo una fracción minúscula del precio que pagan los consumidores finales.

Desde el punto de vista tecnológico, el café arábica —el que predomina en los Andes colombianos— tiene varias complejidades que lo diferencian de otros productos básicos agrícolas. Como la hoja de coca, el grano tomado del árbol no sirve prácticamente para nada. Es necesario tratarlo in situ de manera que pueda ingresar en la cadena de procesamiento industrial para su exportación.

El árbol de café arábica es una plata bastante terca; se parece a los colombianos. Dada la humedad y las condiciones ecológicas en que se siembra, los granos maduran de manera dispareja a lo largo de un par de meses, y el campesino requiere pasar y repasar su cafetal para ir recogiendo los maduros. Allí está uno de los secretos que hacen de nuestro grano el mejor del mundo.

El cultivo del café es un ejercicio delicado de paciencia y de planeación financiera. Desde que se siembra una planta hasta que entra en plena producción se demora en promedio cuatro años. Hay que renovarlas al cabo de unos años o envejecen, decreciendo la productividad y la calidad de manera significativa. Esto quiere decir que el crédito y la asistencia técnica son fundamentales para su sostenibilidad en el largo plazo.

Esta presentación de la microeconomía del café, quizás un poco extensa y por ello me disculpo, es indispensable para poder entender las razones que hacen de la FNC una institución fundamental para la caficultura. Cuando se creó, en 1927, los cafeteros eran un segmento social disperso que estaba a merced de las casas comercializadoras estadounidenses y europeas (la mayoría alemanas, suizas y británicas) que los amarraban con créditos y ayudas para comprometerlos con la entrega de su café.

Las casas comerciales concertaban los precios entre ellos y fijaban una remuneración al caficultor muy alejada de los precios de los mercados internacionales. Actuaban como un monopsonio feroz que dejaba el café en las fincas si no se aceptaban sus condiciones, la mayoría de las veces leoninas y abusivas. No muy distinto a lo que hacen las mafias con el pequeño cocalero.

Peor todavía, las casas comercializadoras aún hoy son traders globales con operaciones en todos los países cafeteros, sin lealtad con el origen. El reconocimiento de un país productor por su calidad no les conviene porque significa que dicho origen recibe una prima y su materia prima cuesta más. Tampoco les interesa que los productores de café escalen por la cadena de valor y empiecen a competir con sus compradores, las tostadoras y los distribuidores al detal de la bebida.

Esta desequilibrada economía política del café —que mantiene en la pobreza a buena parte de los caficultores del mundo— se rompió con la genialidad que significó la creación de la FNC. Los cafeteros crearon una organización propia que afilia prácticamente a todos los cultivadores, e hicieron algo que no es tan común: se decretaron a sí mismos un impuesto, en proporción del precio de exportación. Esta innovación institucional ha sido la envidia de otros países cafeteros.

El secreto es sencillo pero poderoso. La FNC asumió responsabilidades de política pública para el sector, de manera bastante independiente de los vaivenes de la política. Además, se convirtió en un actor central de la política exterior de Colombia. En colaboración estrecha con Brasil, logró aprovechar la disposición de Estados Unidos y de Europa a hacer concesiones aceptando políticas de promoción del desarrollo para los países más pobres. Apalancados en el miedo al comunismo, lograron estructurar acuerdos de cuotas y precios controlados con el ánimo de dar un ingreso más remunerativo a los caficultores. Esas condiciones duraron cuarenta años, hasta que llegó Ronald Reagan al poder.

El sector cafetero, que para prosperar necesita de estrategias estructurales y políticas de largo plazo, no puede depender de las burocracias estatales con su típica parsimonia, inconsistencia e inmediatez. El éxito del café de Colombia en el mundo se explica en gran medida por la existencia del andamiaje institucional propio. Los recursos del impuesto (conocido como parafiscalidad) se han destinado en su mayoría a construir bienes públicos de uso colectivo como la investigación, la asistencia técnica, la financiación, los programas sociales e incluso las obras públicas y la educación. Y quizás lo más importante: a la garantía de compra y la comercialización internacional.

La garantía de compra significa que la FNC es el comprador de última instancia del café y es un actor clave en la fijación del precio interno. Crea un precio de referencia contra el que deben competir los exportadores privados y neutraliza las posibilidades de que regresen a la posición dominante que tienen en otros países cafeteros.

Y la labor de mercadeo y comercialización internacional ha permitido crear una audiencia que exige la calidad de nuestro café y lo reconoce. La marca ingrediente 100 % Café de Colombia y la figura icónica de Juan Valdez con su mula se han convertido en unos de los esfuerzos de mercadeo más exitosos en la historia de la publicidad mundial.

Sin duda, no todo han sido un jardín de rosas. La importancia macroeconómica del café ha disminuido, pero en ciertos momentos de la historia llegó a representar el 80% de las exportaciones del país. De allí que el Gobierno exigiera a la FNC que cediera parte de los ingresos adicionales, cuando había buenos precios, para volverlos recursos fiscales. También con frecuencia obligaba a los cafeteros a asumir gastos e inversiones que nada tenían que ver con ellos y que le corresponderían al Estado. Sin duda hubo errores, falta de innovación en la política de inversiones e inercia burocrática que causó pérdidas significativas cuando las circunstancias cambiaron.

En medio de las crisis cafeteras, la FNC ha demostrado su capacidad de transformar estructuralmente la economía del café. A comienzos de este siglo los precios alcanzaron los niveles más bajos en términos reales en 100 años. La producción se redujo a siete millones de sacos y la pobreza llegó a las familias cafeteras.

A partir de allí se diseñó un programa de trasformación: hoy la caficultura produce 14 millones de sacos, tiene más de 500 tiendas Juan Valdez por el mundo, y es líder en cafés sostenibles y especiales. La mitad del volumen exportado sale con alguna modalidad de procesamiento o valor agregado. Los orígenes regionales y locales del grano colombiano son premiados internacionalmente y reciben primas astronómicas en las subastas.

En síntesis, la organización ha sido capaz de adaptar una actividad que estaba destinada a desaparecer en un vibrante segmento económico que ha creado una nueva clase media en las zonas cafeteras tradicionales y en departamentos como Huila, Cauca, Nariño, Magdalena y Norte de Santander. Y lo más importante, la caficultura ha sido un freno a la expansión de los cultivos ilegales en buena parte de Colombia: los campesinos siembran café en lugar de coca en buena medida gracias a su Federación. El Gobierno debería aprovechar esa experiencia y ese modelo institucional para que los campesinos de otras regiones prefieran volverse un Juan Valdez que seguir sirviéndole a los nuevos Pablo Escobar.

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