Tres hombres y medio
Cuando se pronunció la palabra corrupción, la mirada de Iglesias se deslizó a la izquierda
El rey de la incomparecencia, como el del medio de los Chichos, se ha aparecío en sueños y ha dicho de tu rumba soy el dueño. Hasta entonces el debate había pasado entre pactos geopolíticos de los aspirantes. Pero en el último tramo se pronunció la palabra corrupción y la mirada de Pablo Iglesias se deslizó a su izquierda, donde tenía un atril vacío. Acto seguido se puso a hablarle a la ausencia del padre, como si le invocase para que apareciese en el cielo como Mufasa con la barba grande y blanca, el fútbol en zapatillas, su Piqueras y la sinceridad hamletiana de quien se exige la verdad: “Pues mira, Pablo, el registro de la sede…”.
Fue un movimiento inteligente porque de este modo Iglesias puso al fantasma sobre la mesa y le dotó de un sentido real cuando más apetecía hablar de él; las ganas de Rajoy en aquel momento superaban lo indecente. Iglesias lo asoció a la corrupción de un plumazo, con un giro de cuello, el mismo con el que Chiapucci se despedía de un novio en Alpe D'Huez antes de meterle diez minutos.
El gesto tuvo valor en la medida en que el propio Iglesias se había pasado el debate fingiéndose desaparecido. Pidió calma y buenos modos a sus rivales, como si el joven tigre de la revolución hubiese terminado su período de domesticación cantándole Señora a la Campos (¿estaba pidiendo la mano de Terelu?) que casi le tira una galleta danesa: “Pensé que la caja estaba llena de hilo y bordados, María Teresa, como la de mi abuela”. El ceño fruncido de Iglesias ya no aparece cuando el candidato se enfada, como hasta ahora, sino cuando es él mismo. Son dos líneas hábilmente dibujadas sobre la frente que a saber si son postizas, y que expresan una emoción contemporánea, modernísima, que aún no tiene nombre porque Podemos está trayendo tantas cosas nuevas a la sociedad que falta diccionario.
Pablo no ha dejado de estar indignado, pero ya puede hacer vida fuera. Ese perfil bajo, estratégico, le sacó en el debate de un plano incómodo hasta el final, cuando en medio de su intervención vino a recordar que había estado todo el día tranquilo, que no había interrumpido a nadie, que había pedido calma y tratado de ser un hombre nuevo, pero en cualquier momento podía salir, matar a su psicólogo y regresar con un winchester al grito de “va por ti, mi comandante”.
Pedro Sánchez por momentos pareció un Gulliver del bipartidismo asediado por los pies. Reaccionó a manotazos, alguno insólito, y en ocasiones encontró cara. Sobre todo en Rivera, que la retiró torpemente incapaz de asimilar tanta agresividad: Sánchez, como un gigante sin ventaja, se esforzó en golpearlo hasta llevarlo a la derecha, un rincón que el candidato de C's evita pero no puede despreciar. Le reprochó los copagos, le citó a Garicano y la faena la remató Iglesias, que observaba los cuerpo a cuerpo como un árbitro, cuando corrigió a Sánchez con una frase que hizo reír al propio Rivera: “No creo que sea de derechas, es de lo que haga falta”.
Lo que le hizo falta ayer fue sangre. Salió como entró, blanco de cara y de manos, con algún cable por fuera.
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