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Columna
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Déjennos ayudarles

A los políticos les toca ahora ser valientes y reconocer que así no podemos seguir

El sistema político de este país está en coma. Aquejado de una profunda crisis de legitimidad a raíz del rosario de escándalos de corrupción y, peor aún, la falta de reacción ante ellos, la política se ha convertido en un problema de primer orden. Tal y como están las cosas, la crisis política no solo tapa la magnitud de una crisis económica de enormes proporciones y de muy difícil salida sino que se está convirtiendo en un obstáculo de primer orden para su superación.

Es obvio pero conviene recordar por qué la desafección con la política que experimenta la ciudadanía es tan importante. Este país se encuentra en un momento existencial desde el punto de vista económico. Para garantizar un mínimo de bienestar y cohesión social a los ciudadanos es imprescindible dar la vuelta del revés tanto a su modelo productivo como a las prácticas y usos culturales asociadas a él. Ello requiere pensar y debatir en profundidad sobre cuestiones tan complejas como el marco de relaciones laborales, el sistema de pensiones, el modelo educativo, la sanidad, el sistema fiscal, la estructura del Estado o el funcionamiento de las Administraciones Públicas.

En todos esos ámbitos es necesario conciliar intereses adversos y preservar equilibrios sumamente delicados. Incluso más importante aún es garantizar que los costes de las reformas se distribuyan equitativamente y que nadie se valga de posiciones de privilegio para zafarse de ellas o trasladar sus costes a los más desprotegidos y con menor acceso al sistema político. En otras palabras, la situación actual requiere un esfuerzo extraordinario que obliga a toda la ciudadanía y a todos los sectores económicos (empresarios, trabajadores, servidores públicos, consumidores, ciudadanos) a cambiar su manera tradicional de operar y pensar. Se trata de un esfuerzo extenuante que requiere sacrificios y, precisamente por eso, una dirección política y un liderazgo de primera clase.

Superar todos esos desafíos con un sistema político que funcionara a pleno rendimiento ya sería complicado, pero hacerlo con uno como el nuestro, completamente gripado, es sencillamente imposible. El hecho es que el pacto político entre representantes y representados que sostiene nuestra democracia está roto y, por tanto, es inservible. Es esta una verdad que a muchos, especialmente a los responsables políticos, les parecerá incómoda, pero que no pueden seguir negando. El movimiento del 15-M pudo resultar controvertido en muchos aspectos pero su mensaje central (“no nos representan”) acertó a la hora de diagnosticar la ruptura entre representantes y representados que está en la base de la crisis política actual.

Desde entonces, el instinto de resistir, tan frecuente en la política, está agravando el problema, no contribuyendo a arreglarlo. Por eso lo que a los políticos les toca ahora es ser valientes, reconocer que así no podemos seguir y emprender una reforma en profundidad de nuestro sistema político e institucional. A los trabajadores se les ha exigido que se olviden de la idea de un empleo para toda la vida y de una cómoda jubilación, a los funcionarios se les pide pensar en la rentabilidad de los servicios que prestan y a los estudiantes se les hace saber que la educación es costosa y que la formación debe proseguir a lo largo de toda la vida. Resulta por eso incomprensible que los representantes que piden un giro de 180 grados a los representados no estén igualmente dispuestos a cambiar radicalmente su proceder. Es evidente que sin unos políticos ejemplares y unas instituciones renovadas no saldremos de esta crisis. Por tanto, si se quiere evitar un estallido social, ha llegado la hora de proponer a la ciudadanía un nuevo pacto político, un nuevo contrato con los ciudadanos. Lógicamente, los elementos centrales de ese pacto tienen que ser la integridad, la transparencia y la vocación de servicio a la ciudadanía.

Pero ¿cómo hacerlo? Los partidos políticos son sujeto y objeto, juez y parte o, más coloquialmente, médico y a la vez enfermo. Con razón, la ciudadanía desconfía de su capacidad de reformarse a sí mismos: aunque quisieran hacerlo, tenemos la sospecha de que no podrían, pues la competición electoral y los intereses de partido les hacen recaer una y otra vez en sus vicios de siempre: la opacidad, el rechazo a rendir cuentas, el cortoplacismo y el aislamiento. Por eso es fundamental que, como primer paso, admitan que tienen un problema; segundo, que reconozcan que no pueden solucionarlo por sí mismos; y, tercero, que acepten y pidan ayuda externa. ¿A quién deben pedir ayuda?

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Una opción es que pidan ayuda a instituciones o actores externos. Que el Parlamento comisionara una “auditoria democrática” de nuestro país no estaría de más. Seguro que al compararnos con otros países que funcionan mejor aprenderíamos mucho y podríamos importar muchas prácticas e instituciones y cambiar muchas leyes. Una reforma en profundidad de nuestras instituciones políticas, de tal manera que se restaure el principio de representatividad, se despoliticen las instituciones independientes, se garantice la total transparencia en la gestión de las finanzas y recursos públicos y se supervise adecuadamente todo lo relacionado con la financiación y democracia interna de los partidos es esencial.

Pero no será suficiente porque como dice el dicho popular: “Hecha la ley, hecha la trampa”.

Además de nuevas normas que permitan restaurar el vínculo entre representantes y representados, lo que nuestra (mal llamada) clase política necesita es a los ciudadanos. En una democracia que funcione son los representados los que están en mejor posición para controlar a los políticos. Ahí radica el cambio de mentalidad que necesitamos: en lugar de recelar de los intentos de la ciudadanía por controlarles más estrechamente, los responsables políticos deben asumir que cuanto más abierto y transparente sea su trabajo y más control tengan los ciudadanos sobre él, más eficaz y digno de estima será. Los políticos no son distintos ni especiales, mejores ni peores; son simples ciudadanos, con sus virtudes y tentaciones, cuyo trabajo consiste en representarnos. Pero ese es un trabajo que no pueden realizar eficazmente solos. Entiéndanlo y déjense ayudar. Les irá mucho mejor.

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