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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

China, carbón, clima

El acuerdo sobre las emisiones entre China y Estados Unidos es algo extraordinario

Paul Krugman
El presidente de EE UU, Barack Obama, con el presidente chino Xi Jinping.
El presidente de EE UU, Barack Obama, con el presidente chino Xi Jinping. Feng Li (Getty Images)

Resulta fácil ser cínico respecto a las conferencias. Muchas veces no son más que una excusa para salir en la foto, y las imágenes de la última cumbre del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico, en las que los dirigentes mundiales se parecían considerablemente al reparto de Star Trek, han sido para morirse de vergüenza. En el mejor de los casos —casi siempre— son solo ocasiones para anunciar oficialmente acuerdos que ya han sacado adelante los funcionarios de rango inferior.

Alguna que otra vez, sin embargo, sucede algo verdaderamente importante. Y esta es una de esas veces: el acuerdo sobre las emisiones de carbono que han alcanzado China y Estados Unidos es, de hecho, algo extraordinario.

Para entender por qué, primero hay que conocer bien los muros de contención que los defensores de los combustibles fósiles y sus leales sirvientes —entre los que actualmente se encuentra el Partido Republicano en pleno— han erigido frente a cualquier medida destinada a salvar el planeta.

La primera línea de defensa es la negación: no hay cambio climático, es un engaño urdido por un grupo de conspiradores del que forman parte miles de científicos de todo el mundo. Por extraña que parezca, esta idea cuenta con partidarios poderosos, como el senador James Inhofe, que pronto dirigirá el Comité de Obras Públicas y Medio Ambiente del Senado. De hecho, algunos funcionarios electos han hecho todo lo posible por propiciar una caza de brujas que tiene por objetivo a los climatólogos.

Aun así, como argumento político, atacar a los científicos tiene una eficacia limitada. Funciona con el Tea Party, pero a la mayoría de los ciudadanos —incluso a los republicanos que no pertenecen al Tea Party— eso les suena a locura y teoría de la conspiración, porque lo es.

La segunda línea de defensa tiene que ver con la táctica del terrorismo económico: cualquier intento de restringir las emisiones destruirá empleo y acabará con el crecimiento. Este argumento no cuadra con la fe que suele tener la derecha en los mercados; quieren que nos creamos que las empresas pueden superar cualquier problema, adaptarse e innovar más allá de cualquier limitación, pero que se marchitarán y morirán si las medidas políticas le ponen un precio al carbono. Aun así, lo que es malo para los hermanos Koch también será malo para Estados Unidos, ¿no?

Pero, al igual que el argumento de la gran conspiración científica, el del desastre económico tiene un éxito limitado más allá de las bases de la derecha. Puede que los dirigentes republicanos hablen de una “guerra contra el carbón” como si ello fuera, por definición, un ataque contra los valores estadounidenses, pero la realidad es que el sector del carbón da trabajo a muy poca gente. La verdadera guerra contra el carbón, o al menos contra los mineros del carbón, la libraron el gas y la explotación a cielo abierto, y hace mucho que terminó. Y la protección medioambiental goza de bastante popularidad en el conjunto de la nación.

Lo que nos lleva a la última línea de defensa, las afirmaciones de que Estados Unidos no puede hacer nada frente al calentamiento global porque otros países, China en especial, van a seguir arrojando gases de efecto invernadero. Este es un argumento que suelen emplear algunas fundaciones como el Instituto Cato y los expertos conservadores. Y, para ser justos, quienquiera que proponga una medida relacionada con el clima tiene que explicar cómo podemos afrontar el problema de los países que se escaquean y se niegan a restringir las emisiones.

Ahora bien, hay una buena respuesta para eso: los aranceles del carbono impuestos a las exportaciones de aquellos países que se nieguen a unirse al esfuerzo de limitar las emisiones. Es probable que dichos aranceles no requieran que se cambie nada de las leyes de comercio actuales, y constituirían un buen incentivo para que quienes se niegan participen en el programa. No obstante, hasta el momento, la idea de que podríamos animar a China a participar en la protección climática no era más que una especulación con cierto fundamento.

Pero ahora la propia interesada lo ha confirmado: China ha declarado que tiene intención de restringir las emisiones de carbono.

Lo sé, lo sé. El lenguaje es un poco vago y el objetivo de reducción de emisiones está muy por debajo de lo que quieren los expertos en medio ambiente. De hecho, aunque el plan saliese exactamente como está previsto, el planeta seguiría sufriendo un aumento de las temperaturas muy perjudicial.

Pero hay que tener en cuenta la situación. Estados Unidos no es precisamente el socio más fiable con el que negociar en estos asuntos, ahora que quienes niegan el cambio climático controlan el Congreso y los decretos ley son la única manera de tomar medidas en un futuro próximo, y puede que en muchos años. Por no mencionar la posibilidad real de que el próximo presidente sea un antiecologista que pueda cambiar radicalmente todo lo que haga el presidente Obama. Mientras tanto, los dirigentes chinos tienen que enfrentarse a sus propios nacionalistas, que detestan la mera idea de que la nueva superpotencia emergente pueda estar permitiendo que Occidente dicte sus políticas. De modo que lo que hemos conseguido es más una declaración de principios que una medida política que vaya a aplicarse.

Pero el principio que se acaba de establecer es muy importante. Hasta ahora, quienes defendíamos que se debería empujar a China a que se uniese a un acuerdo climático internacional solo estábamos especulando. Ahora tenemos a los chinos diciendo que, de hecho, están dispuestos a pactar (y quienes se oponen a cualquier medida tendrán que afirmar que China no está siendo sincera).

Ni que decir tiene que no espero que los sospechosos de rigor admitan que una gran parte de la argumentación antiecologista se acaba de venir abajo. Pero así es. Esta ha sido una buena semana para el planeta.

Paul Krugman es profesor de Economía de la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía de 2008.

© 2014, New York Times Service. Traducción de News Clips.

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