Tempestad sobre Bruselas
Negros nubarrones se ciernen sobre Bruselas, la capital de los 28 que si nada ni nadie lo remedia serán pronto 27. La costumbre desde los tiempos fundacionales era avanzar de crisis en crisis. Crisis y construcción europea eran casi sinónimos. Las crisis eran el combustible con el que se alimentaba la poderosa caldera que hace funcionar la fábrica de la Unión.
Esta vez no es así. Esta vez no es una crisis, sino varias crisis. O mejor todavía, una maraña de crisis que se enredan y retroalimentan una a otra. La fiscal, bancaria y financiera todavía vigente, que se ha convertido en el paisaje sobre el que actúan todas las restantes. La de seguridad en las fronteras Este y Sur, en Ucrania y en Oriente Medio. La llegada de los refugiados a centenares de miles como consecuencia, primero por el Egeo, ahora por el Mediterráneo. Los golpes del yihadismo en el corazón de las ciudades europeas. El ascenso de los populismos que desestabilizan los sistemas de partidos. Los brotes de xenofobia y de racismo. Y para postre, la apoteosis de la insolidaridad europea que es el Brexit.
Es la policrisis, ha dicho Jean-Claude Juncker, el presidente de la Comisión, como si dar con la palabra significara dar con la solución. ¿Avanzaremos ahora de policrisis en policrisis? ¿O habrá que cambiar de método, abandonar el tradicional incrementalismo de los pequeños pasos, y cortar el nudo de la policrisis de un tajo tal como hizo Alejandro Magno?
De momento, nada de lo que se ve y se oye en Bruselas permite pensar en una novedad de tal calibre. En el fondo, nada gusta más que la inercia. Sobre todo, no resolver nada: business as usual. Sí, los 27, reunidos en Bratislava el 16 de septiembre, aunque han convocado un ejercicio de reflexión sobre su futuro para marzo próximo, 60 aniversario del Tratado de Roma, han exhibido a la vez y una vez más su incapacidad para dotar a la unión de una estrategia compartida. Nada de ambición. Nada de visiones de futuro. Cada uno de los 27 socios, sus gobiernos, sus parlamentos –incluidos los regionales, como el de Valonia--, sus ciudadanos, todos a lo suyo, a sus vetos, sus bloqueos, sus referéndums, sin importarles mucho ni poco el destino común y las consecuencias de la ausencia de solidaridad, de espíritu de familia y de proyecto compartido. Como sonámbulos que avanzan resueltos hacia el abismo.
La dirección de la nave la marca ahora la agenda más genuinamente nacionalista de los países de Visegrad (Chequia, Eslovaquia, Hungría y Polonia), con sus argumentos contra la inmigración y los refugiados y sus prejuicios racistas y xenófobos de cristianos viejos y blancos. La talla moral de esta Europa la marcan Orban y Kascinski en vez de Walesa y Havel, en perfecta sintonía con Theresa May y Donald Trump. Y eso se nota en Bruselas, donde la desorientación y el pesimismo se han instalado en las instituciones europeas, a la defensiva ante el Brexit y propensas a los ejercicios de autoflagelación y de duelo, plañideras incluidas, por la Europa perdida que no fue y que ya no será.
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