La edad del oscurantismo
La censura de la canciller Angela Merkel a un humorista alemán describe a las sociedades occidentales en su miedo a la libertad de expresión
Angela Merkel ha recurrido a la guillotina para entregar a Recep Tayyip Erdogan una cabeza de turco, no ya intoxicando la separación de poderes, sino cediendo al chantaje del sultán otomano e invocando, para complacerlo, un artículo decimonónico —en sentido literal— cuyo espíritu recrea una especie de magnicidio de opinión.
Ha experimentado la represalia el humorista germano Jan Böhmermann, autor material de una sátira que definía a Erdogan como follacabras y aficionado al porno infantil, más allá de reprocharle la masacre sistemática de los kurdos, la represión de los cristianos y el énfasis autocrático con que acordona la libertad de expresión.
La sorpresa consiste en que Erdogan ha logrado extralimitar a Berlín sus poderes coercitivos y que ha obtenido la solidaridad de la propia Merkel, hasta el extremo de que la canciller germana puso sobre aviso a la Fiscalía para acorralar a Böhmermann con un delito anacrónico de “ofensa a representantes de Estados extranjeros”.
Parece un gag, una broma, pero el episodio resume o expone el deterioro de las libertades en las sociedades occidentales. Y demuestra que la sumisión a Ankara por la transacción de los inmigrantes tanto convierte a Turquía en aspirante a la UE como degrada los requisitos elementales de tolerancia hacia la libertad de expresión.
España no es ajena al oscurantismo porque los titiriteros esperan juicio y porque ha sido condenada a la hoguera la bruja Rita Maestre, episodios goyescos y grotescos del que ha participado la justicia en una suerte de coreografía ejemplarizante.
Sostienen los inquisidores que no aplicar las leyes antiterroristas y de blasfemia conlleva un ejercicio de prevaricación, aunque este escrúpulo revestiría mayor credibilidad si no fuera porque los titiriteros satirizaban a ETA en la ficción y porque Maestre ha sido vejada con un artículo del Código Penal tan remoto y anacrónico como el que ha convertido a Böhmermann en el último mártir de la censura.
Inquieta el fenómeno en cuanto amordaza espacios de inflexión y de reflexión —la sátira, la iconoclasia, el arte— que parecían inmunes al marcaje de los tribunales. Y que introducen un velo de pudor unas veces retrógrado y otras arbitrario. Retrógrado cuando la cadena Fox pixela Las mujeres de Argel porque Picasso las pintó desnudas. Arbitrario porque se observa con indulgencia el sarcasmo hacia la religión ajena, pero no se toleran las transgresiones a la cultura o a la sensibilidad propias. Lo demuestra la dialéctica de atracción y de rechazo hacia Charlie Hebdo. Nos ponemos la camiseta de “Je suis Charlie” cuando la revista sodomiza a Mahoma, pero nos la quitamos cuando aparece Cristo en un lupanar o cuando nos irrita una sátira del niño Aylan, musulmán, es verdad, pero transubstanciado en cordero de la hipocresía occidental.
Tanta hipocresía que el Gobierno italiano dispuso el pasado mes de enero cubrir los desnudos de los héroes grecorromanos en el itinerario que recorrió Hasan Rohani. No había exigido el presidente iraní tamaña deferencia, pero la decisión de vestir al Discóbolo retrata a la sociedad occidental en una censura preventiva, o en la autocensura, conduciéndose a extremos delirantes las leyes de la corrección y de la convivencia en los tiempos del buenismo ecuménico que predica el papa Francisco.
Resultaba inevitable evocar a Daniele da Volterra, pintor gregario del Cinquecento a quien se encomendó la tarea de cubrir los desnudos de Miguel Ángel en la escena del Juicio final. Cumplió su trabajo de censor a las órdenes del papa Pío V, muerto ya Buonarroti y condenado Volterra para siempre con el seudónimo de Il Braghettone, naturalmente por haber tapado los órganos genitales que escandalizaban el altar mayor.
Sucedió hace medio milenio y volvió a ocurrir cuando Berlusconi, siendo primer ministro, dispuso que se cubriera en el Palazzo Chigi, la sede del Gobierno, el seno de una mujer desnuda que había pintado Giambattista Tiepolo. Impresiona que la medida puritana proviniera del emperador del bunga bunga, tanto como lo hace, a título de escarmiento, el título de la obra censurada: “El tiempo descubre la verdad”.
Y la verdad inquieta porque se ha arraigado en las sociedades occidentales una confusión sobre los límites de la libertad de expresión, no ya en los límites ortodoxos, debidamente protegidos por las leyes —discriminación, difamación, odio, apología el nazismo—, sino inculcando una suerte de fundamentalismo hipertrófico que custodia la pedagogía social, invadiendo terrenos, como el arte, la ficción, donde la provocación ha sido siempre un motor dialéctico, un deber, y donde ahora se resiente del escarmiento de una sociedad vigilante, cuando no mojigata.
La nueva edición de Las aventuras de Huckleberry Finn se ha publicado con una variación semántica a expensas de Mark Twain que sustituye nigger —negro en sentido despectivo— por esclavo, del mismo modo que el Rijksmuseum de Ámsterdam ha emprendido un trabajo de higiene verbal variando el título de los cuadros originales, no solo suprimiendo términos inapropiados como “indio”, “enano” “sirvienta negra” o “mahometano”, sino predisponiendo un debate tan absurdo respecto al matiz étnico con que debe denominarse el lienzo donde aparece un esquimal: ¿inuit?, ¿yupik?, ¿inupiat?
Las interrogaciones redundan en la reflexión de las sociedades asépticas, hipersensibles, atemorizadas con la ofensa y propensas, por añadidura, al escarnecimiento de los comportamientos transgresores. Sirva como prueba la represalia con que la comunidad tuitera ha zarandeado estos días a Gay Talese por haber declarado que ninguna escritora ejerció el menor influjo en su literatura.
La respuesta correcta, acaso impecable, hubiera sido Toni Morrison, mujer y afroamericana, pero las declaraciones se percibieron como un ejercicio machista, el mismo adjetivo que impide a Philip Roth acceder al Premio Nobel, como si el autor de Pastoral americana hubiera condescendido con los varones o consigo mismo. Y como si pudiera taparse con un velo el prodigio de la inteligencia.
El fundamentalismo alcanza al arte y la ficción, donde la provocación ha sido siempre un motor dialéctico y un deber
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