Las protestas sociales ponen en vilo a Brasil en vísperas del Mundial
La huelga del metro paraliza São Paulo a dos días del campeonato
Hay una pintada en la tapia blanca que rodea el cementerio de São Paulo. Dice así: “Queremos transportes modelo-FIFA”. Quedan dos días para que el balón eche a rodar en el lugar en el que el fútbol es algo más que un deporte. Pero la euforia deportivo-nacionalista de otros años de un país que adora el fútbol y a sus jugadores no existe. O por lo menos está contenida y aguarda a que los partidos empiecen.
Mientras, las protestas se suceden, ramificándose en manifestaciones y paros sectoriales que siguen ensombreciendo la inminente inauguración del Campeonato del Mundo del nuevo Brasil del siglo XXI. La última es una huelga de metro que comenzó el jueves, capaz de paralizar diariamente una megalópolis como São Paulo, condenando a sus 27 millones de habitantes a atascos kilométricos en una urbe proclive ya de por sí a embotellamientos casi bíblicos.
La razón del paro es salarial, y no cuenta con el apoyo mayoritario de la ciudadanía, que se ve rehén de un conflicto que les aboca a emplear tres horas en llegar al trabajo y tres horas en volver. Isabel, una dependiente de una perfumería de 30 años de São Paulo, contaba eso, indignada, en una interminable cola para montarse en un autobús cerca de la estación de metro de Ana Rosa. Si se le pregunta por la Copa del Mundo responde lo mismo que su vecina de cola y lo mismo que la inmensa mayoría de los brasileños: “Yo no estoy en contra de la Copa, señor. Pero sí en contra del dinero que se ha empleado en la Copa y que se podrá haber gastado en otras cosas, como salud, educación y transportes”.
En los alrededores de esta estación de metro, se enfrentaron este lunes, casi al amanecer, trabajadores del metro que incendiaban contenedores de basura y policías que disparaban gases lacrimógenos. Hubo 60 detenidos. Antes de esta huelga hubo paros en mayo de los conductores de autobuses, y antes hubo huelgas de maestros, de policías y de basureros.
Y antes, en junio hace un año, se produjo una marea imprevista de miles de personas que salieron a las calles, sobre todo, en São Paulo y Río de Janeiro. La mayoría pertenecía a esa clase media que pide paso y un nuevo protagonismo en el país. Reclamaban menos Copa del Mundo y mejores hospitales, mejores escuelas, más seguridad y un transporte público eficaz que sirva para no perder todas las mañanas y todas las tardes de los días laborables en agotadores atascos.
Tras la protesta cerca de la estación del metro de Ana Rosa este lunes, una vez dispersados por la policía, los manifestantes se trasladaron a la Praça da Sé, en el corazón de São Paulo, donde cortaron las calles. No eran muchos: no más de 400. Y no sólo sindicalistas. También habían acudido a quejarse y a apoyar a los trabajadores del metro miembros del colectivo Movimento dos Trabalhadores sem Teto. Una de ellas, Talita De Jesús, de 28 años, vive en Nova Palestina, un inmenso campamento de tiendas de lona levantado en las afueras de la ciudad de São Paulo para exigir una vivienda. Al lado de Talita se encuentra Israel, de 30 años, un profesor de instituto que asegura que estas protestas sectoriales (que muchos califican de oportunistas) recogen el espíritu de lucha de junio de 2013.
Lo que es un hecho, y comenta cualquier brasileño, es que hay menos calles adornadas con banderas brasileñas y menos coches con banderines en las ventanas que en otros campeonatos del mundo. Menos espíritu festivo, en una palabra. La misma presidenta brasileña, Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores, lleva días recordando a los brasileños que el Mundial es una ocasión para la celebración y la fiesta.
Ahora queda por ver si las manifestaciones se extienden más allá de la inauguración del jueves. Varios movimientos sociales han anunciado protestas, pero nadie sabe qué grado de adhesión conseguirán. Muchos pronostican que en cuanto el árbitro pite el inicio del primer partido se declarará una tregua para dejar paso a la alegría de otras veces. Pero una vez terminado el Mundial, añaden, volverá la vida de todos los días, a la que cada vez menos brasileños se resignan.
20.000 agentes para patrullar las calles de Río
Río de Janeiro vive un momento turbulento a pocos días de que arranque la Copa del Mundo. Ante la eventualidad de que estallen nuevos focos de violencia 20.000 agentes patrullarán las calles de la ciudad, desde la turística Copacabana hasta las favelas más conflictivas del correoso Complejo do Alemão, en la periferia de Río. El aeropuerto internacional Antonio Carlos Jobim no llegará a la cita mundialista con su reforma culminada y los índices de criminalidad han repuntado de forma preocupante en los últimos meses, según el Instituto de Seguridad Pública de Río.
La población tampoco parece vivir con especial entusiasmo la llegada del Mundial y la mayoría de los cariocas se muestra crítica con la forma en que las autoridades han manejado la organización del evento. Mientras tanto, el alcalde de la ciudad más turística de Brasil, Eduardo Paes (Río de Janeiro, 1969), niega la mayor en un encuentro con un reducido grupo de corresponsales extranjeros y garantiza que este Mundial será todo un éxito.
“Cuando se decidió que tuviéramos 12 estadios pensé que era un error. Es cierto que ha hecho daño a nuestra imagen no haberlos entregado todo a tiempo”, concede el alcalde. “Brasil no era un país tan exitoso como se decía hace tres años, ni es un país tan defectuoso como dicen que somos ahora. Tenemos una democracia consolidada, nuestra economía funciona, la tasa de paro en Río es del 5%, lo que casi representa el pleno empleo. Lo que sucede es que en esta ciudad no escondemos nuestros problemas”, añade.
Paes reitera el mantra de que es injusto comparar a Río con ciudades europeas que han albergado grandes eventos deportivos, como Londres. “Lo que hay que hacer es comparar a Río con Río. Londres tiene metro desde hace más de 100 años, cuenta con más infraestructuras y está en otro nivel de desarrollo”.
Cuando se le pregunta por el siempre delicado asunto de las protestas ciudadanas, que en muchos casos reclaman un mayor compromiso del Estado, con políticas de primer orden como la educativa o la sanitaria en detrimento de la millonaria inversión realizada en la Copa, Paes asegura que las manifestaciones son un síntoma inequívoco de salud democrática.
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