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Tribuna
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La involución francesa

El cambio histórico que invalidó la utopía de mayo del 68 sigue actuando hoy. Las sucesivas crisis económicas, la revolución tecnológica y la globalización ya no permiten luchar por lo imposible sino apenas sobrevivir a la precariedad

Antonio Elorza
ENRIQUE FLORES

Hace casi medio siglo, en las jornadas de mayo de 1968, Francia se ponía de nuevo al frente de un mundo en cambio. La juventud francesa había ido más allá de la norteamericana, al convertir la protesta universitaria en una repentina puesta en cuestión del sistema social y político, de todas las formas de poder vigentes. Pronto vino el reflujo, pudo comprobarse que aquella gran ilusión se desvanecía, y Raymond Aron ironizó con su habitual lucidez sobre una revolución inexistente (introuvable). Solo que por unas semanas, fue lícito imaginar que el mundo desarrollado se encontraba a las puertas de una transformación radical. “¡Solo es el comienzo, continuemos el combate!”, fue el eslogan más difundido.

La utopía del mayo francés, al igual que otras utopías contemporáneas, resultó un espejismo invalidado por el cambio histórico. Y el sentido de ese cambio sigue actuando hoy. La explicación es bien simple. Los sesentayochos vivieron su experiencia creyendo viajar en un ferrocarril que inevitablemente llevaba hacia adelante. Seguía en pie la idea del progreso. Crecimiento económico desde 1945, mejoras en salarios y en forma de vida del affluent worker, anuncio de la salida del subdesarrollo gracias a un take off generalizado, ingreso de los jóvenes en el mundo del placer gracias a un pequeño artilugio, la píldora, y también a la droga y a un ambiente social de tolerancia. Todo iba hacia lo mejor en el mejor de los mundos. Faltaba la guinda de la revolución.

Solo que las movilizaciones socio-económicas que envolvieron al 68 fueron en realidad el final de un ciclo largo revolucionario, iniciado a mediados del XIX. Marx no solo fue un profeta de la revolución, sino que explicó los efectos del cambio económico sobre las formas sociales y las ideologías. A partir del 68 las sucesivas crisis fueron recortando el bienestar, y de paso la capacidad de movilización social. La contestación había enlazado con un salto a la utopía de ejercer ilimitadamente la libertad, confiando en el mantenimiento de las condiciones que la hicieran posible. En décadas sucesivas, la revolución tecnológica y la globalización se han traducido en una dramática pérdida de posiciones para Europa en la escala del poder económico mundial. Ya no es tiempo de utopía, sino de adecuación a la precariedad. Y semejante adaptación resulta difícil. A nadie gusta vivir peor que ayer.

El fenómeno no es solo francés y ha consistido en la disgregación de los vínculos sólidos preexistentes, dando lugar a una sociedad en que su pérdida destruye al ciudadano y le reemplaza por un individuo en situación de permanente inseguridad (Bauman). No es un cambio filosófico-social, sino de raíz económica. Así fue el estancamiento de la economía francesa lo que sofocó las capacidades para soportar la reconversión productiva y al mismo tiempo la supervivencia equilibrada de una forma satisfactoria de civilización. Sigue la quiebra de un conjunto de valores políticos y culturales, en apariencia estabilizados desde la segunda mitad del siglo XX. Quiebra también de los protagonistas políticos tradicionales.

La desagregación de la izquierda francesa es una variante del marco de la Europa mediterránea

La desagregación de la izquierda en Francia es una variante del marco de la Europa mediterránea. Cayeron primero los partidos comunistas, víctimas tanto de su obsolescencia económica y de la nueva sociabilidad, como del desplome de la utopía soviética. En el caso francés, los tres factores operaron a fondo. Los grandes centros industriales y mineros fueron sucesivamente desmantelados, y paralelamente, la sociabilidad comunista, fuertemente enraizada en la banlieue rouge de París, sufrió un desgaste inevitable. Muestra: los resultados electorales. En medio siglo, el paisaje urbano ha dado un vuelco. Además, la deshumanización imperante en el urbanismo de amplios sectores de la misma banlieue encuadra al paro y a la protesta juveniles. Son los partidarios de Mélenchon.

El descenso a los infiernos del PCF tuvo además otro efecto no despreciable. En los años 30, Maurice Thorez logró nacionalizar al partido. Al iniciarse la cuesta abajo de los 80, Georges Marchais pasó a jugar la baza del comunismo nacionalista, colocando ante todo los intereses a corto plazo de los trabajadores franceses. Vale la pena recordar sus campañas apocalípticas contra el ingreso de España en la Unión Europea. Cuando la crisis estalló definitivamente, el tránsito al ultranacionalismo de Le Pen fue cosa fácil. Los reflejos patrioteros de Mélenchon, al hablar de Putin y condenar a Europa, tienen el mismo origen. Los extremos se tocan.

Desde un ángulo opuesto, el ultranacionalismo de Marine Le Pen hunde asimismo sus raíces en el pasado. Hay en la historia de Francia contemporánea un hilo negro, que lleva del asunto Dreyfus y de Pétain a las guerras y las derrotas coloniales entre 1945 y 1962. El colonialismo francés fue una ideología “blanca” de odio al otro, definido como esencialmente inferior y merecedor de la destrucción. Y bien que las torturas y los crímenes contra la humanidad fueron utilizados para lograrlo. No en vano Le Pen padre fue legionario en Argelia y en Indochina. La inmigración sirvió al FN para enlazar con ese pasado. con las consiguientes xenofobia e islamofobia, nacionalismo económico y antieuropeísmo. Encontramos los dos últimos también en Mélenchon: son dos ideologías enfrentadas pero coincidentes en cuanto expresiones de un profundo malestar social.

Ni los reaccionarios ni los enragés encajan en la larga marcha de la Francia revolucionaria

Del mismo modo que ese mismo malestar ha provocado el desplome de los dos grandes partidos que protagonizaron la vida política en las últimas décadas. Cierto que en ambos casos ha intervenido otro espejismo, el del plus de democracia atribuido a las primarias, cuando al igual que en España vienen a suponer contiendas personalizadas de imagen y de marketing político. El penoso ejemplo de Benoît Hamon lo muestra, convirtiéndose además en personificación de una socialdemocracia que se hunde, tras haber sido incapaz de garantizar reformas sostenibles, de Mitterrand a Hollande. Otro tanto podría decirse en cuanto a calidad política y humana de François Fillon, tocado por corrupciones y escorado hacia la extrema derecha, habiendo derrotado en primarias a uno de los más sólidos valores del centro-derecha francés, Alain Juppé.

Macron, el vencedor, es técnicamente correcto. Un centrista puro, que intenta apuntalar y racionalizar el orden existente. Demasiado light frente al mundo de promesas sociales ofrecido a sus “insumisos” por Mélenchon, excelente demagogo, que contacta en muchos puntos con Podemos. Al exsocialista de origen murciano le disgusta Europa, defiende la alianza con Putin, admira al chavismo y propone el ingreso de Francia en la Alianza Bolivariana. Expresión del gran rechazo. Al conseguir Macron los votos para enfrentarse con Marine Le Pen, se mantiene la trayectoria iniciada en 1789, dado que ni los reaccionarios ni los enragés encajan en la larga marcha de la Francia revolucionaria.

 Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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