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Tribuna
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Recapitulación

Abundan las voces que deploran la democracia como método de elegir gobierno. El sistema debe hacer frente a la corrupción, el colectivismo, la intolerancia y las servidumbres étnicas, pero sigue encarnando la libertad de gobernar y gobernarse

Fernando Savater
EVA VÁZQUEZ

Últimamente abundan las voces que deploran la democracia como método de elegir gobierno y objetivos de gobernanza. No me refiero a obras de radicales ácratas o de oligarcas partidarios de que manden los mejores, o sea ellos mismos sin ir más lejos. Hablo de estudiosos moderados que han sido demócratas sinceros pero han llegado a la conclusión de que fue una idea bonita que ha dejado de funcionar, si es que funcionó alguna vez. Algunos resultados recientes son aportados como pruebas: Brexit, Donald Trump... En un mundo de votantes que se informan casi exclusivamente por Internet, que no leen prensa ni mucho menos libros, que aprecian lo chocante o truculento mas que las argumentaciones trabajadas sobre temas que de cualquier manera desconocen, que disfrutan con los histriones y se aburren con quienes miden sus palabras... ¿qué decisiones mayoritarias sensatas pueden esperarse? Sí, la gente vota lo que sabe: pero casi nunca sabe lo que vota, etc... Y a partir de estas dolorosas constataciones se proponen, medio en serio medio como provocación, alternativas que sustituyen el voto universal por el sorteo entre minorías bien preparadas (?), el gobierno de los técnicos, la exclusión del censo de ciertos grupos por edad, ausencia de arraigo laboral, etc... O sea, la democracia vuelve a enfrentarse contra las acusaciones de ineptitud y credulidad de las mayorías ya formuladas en sus orígenes griegos por los amigos de la oligarquía (lo de Internet, no: se les olvidó) y regresan también los paliativos intentados para remediarlas en épocas sucesivas. Tanto retorno desconfiado no deja de tener peligro...

Porque la democracia nunca se propuso como el más eficaz sistema de gobierno, el que resuelve mejor los problemas o los evita, el que aumenta la riqueza de las naciones o garantiza la idoneidad de los gobernantes, el más capaz de controlar los ímpetus rapaces o destructivos de los humanos. La democracia no promete una sociedad políticamente mejor, sino una sociedad política. Los otros sistemas renuncian a ello y organizan órdenes jerárquicos, ganaderías humanas cuyas reses pueden estar bien alimentadas, ser prósperas y retozar alegremente juntas, no tener demasiadas quejas, quizá hasta ser plácidamente felices. Pero les falta la libertad de gobernar y gobernarse, sin la que no se es sujeto político. Están sujetos por el gobierno pero no son sujetos gobernantes y por tanto carecen de verdadera sociedad. Es posible que los desposeídos de libertad política no la echen en falta siquiera, pero ahí tropezamos con el punto intransigente —sine qua non— de la democracia: no se admite la libertad de renunciar a la libertad. Paradójicamente, en la vieja Atenas la asamblea planteó alguna vez votar si seguían con la democracia o renunciaban a ella...

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De lo que se ha tratado siempre en la revolución democrática es de la emancipación de los individuos. En Grecia apuntaba a librar al ciudadano de la clausura familiar y tribal, aún a costa de entregarlo al dominio de un destino trágico. En la Francia del dieciocho, la sublevación fue contra la opresión de la sociedad jerárquica del Antiguo Régimen, que recortaba los derechos políticos individuales y también sus libertades económicas, sometidas al marco corporativo. Es decir que —como bien ha señalado Marcel Gauchet— lo que podríamos llamar “izquierda” (radical contra la monarquía, la iglesia católica, los estamentos regionales, el gremialismo burgués, etc...) parte del “liberalismo”, es decir de la aspiración a libertades individuales conseguidas gracias al nuevo Estado basado en los derechos del hombre y el ciudadano.

En democracia no hay oposición entre los individuos —es decir, los ciudadanos— y la sociedad, porque es la evolución de ésta a partir de sus fórmulas atávicas, genealógicas y familiares, la que produce los individuos que disponen de autonomía legal y social. La sociedad democrática fomenta la creación de individuos capaces de autogestionarse (por medio de la educación general y la protección de sus derechos no heredados ni territoriales) y éstos a su vez configuran el marco institucional de una sociedad no tradicionalista, innovadora. El peligro del individualismo es considerar las leyes comunes como cortapisas mutiladoras de las libertades y no como sus garantías; y el peligro del Estado democrático es instaurar con sus reglamentos una dependencia estrecha de aquellos cuya independencia pretende asegurar. Durante la historia moderna, perdura un combate —una dialéctica, se decía antes— entre las libertades sin control y el control antilibertario. Las oscilaciones políticas entre derecha e izquierda (ambas afinadoras permanentes de la democracia) responden a mi modo de ver a esa dialéctica. Y se han corregido mutuamente durante muchos cambios de gobierno. Claro que también se han ido pareciendo cada vez más los unos y los otros, a veces en los peores aspectos: corrupción, incuria, deriva autoritaria... Lo cual, unido a la crisis económica, al desbordamiento migratorio, etc... ha favorecido el surgimiento de movimientos y partidos populistas, cuyo designio es demoler el sistema basado en la autonomía individual dentro del desarrollo social del bipartidismo para traer nuevas formas de caudillismo colectivista. O sea pasar de la sociedad para los individuos a los individuos para la sociedad, en giro irreversible.

Los otros sistemas organizan órdenes jerárquicos y ganaderías humanas

“Me llamo Erik Satie... como todo el mundo”, respondía el músico a quienes requerían su nombre. En otro campo, cuando preguntemos a un europeo cual es su filiación política, si es sincero responderá: “soy socialdemócrata... como todo el mundo”. Porque la socialdemocracia es hoy la ideología política que mejor expresa ese doble carácter que Paul Thibaud ha llamado “socio-liberalismo” y que ha sido hasta ahora, al menos desde la II Guerra Mundial, el substrato ideal sobre el que se sostiene el sistema democrático. Sus principios pueden resumirse así: toda riqueza (económica, intelectual, emotiva...) es social. Nadie se enriquece en la isla de Robinson, por grandes que sean sus talentos, ni Mozart hubiera desarrollado su genio en una tribu de bosquimanos: por tanto toda riqueza implica una responsabilidad social, para que revierta en el conjunto de los socios el provecho que tiene su fundamento en la institución colectiva. Pero es no menos cierto que la autonomía individual es el origen de la innovación y creatividad. Por tanto el desarrollo de la individualidad debe ser fomentado, su originalidad respetada y su libertad garantizada legalmente. Esta combinación no es de derechas ni de izquierdas, sino civilizada.

Hay grupos políticos que ven más importante uno de los factores u otro, pero los electores modernos no pemiten a nadie prescindir completamente de ninguno de ellos. Por éso hace sonreir el cabreo de quienes reprochan a los gobernantes de derechas, los “liberales”, ser también socialdemócratas...¡como si pudieran ser otra cosa! La diferencia es que ciertos políticos comprenden mejor lo que está en juego y defienden conscientemente el sistema de sus peores amenazas: la corrupción que acaba con lo público, el colectivismo que aniquila lo privado, la intolerancia que no deja a cada cual inventarse a sí mismo dentro de la ley, las servidumbres étnicas que despedazan el Estado de todos en tribalismos incompatibles... El gran adversario de la socialdemocracia no es quien la modula según las circunstancias históricas (no hay unas tablas de la ley socialdemócratas, como las hay contra las leyes entre los populismos) sino el abandono de la educación que, junto con la justicia partidista, anulan a los ciudadanos que mejor podrían desarrollarla.

Fernando Savater es escritor.

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