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Cómo una serie provocó la última fiesta salvaje de la aristocracia

Su ejemplo fue 'Retorno a Brideshead'. Su objetivo: beber como un emperador y destrozar restaurantes

Una de las tradiciones de Oxford es que el ganador de las regatas anuales queme un viejo bote. En los ochenta, era el College Oriel el que ganaba casi siempre. “Me colé en 1981 y en 1984”, recuerda el fotógrafo Dafyyd Jones. “Todos saltaron sobre el fuego con vítores. ‘¡Nada de mujeres!’, se gritaba en el patio.
Una de las tradiciones de Oxford es que el ganador de las regatas anuales queme un viejo bote. En los ochenta, era el College Oriel el que ganaba casi siempre. “Me colé en 1981 y en 1984”, recuerda el fotógrafo Dafyyd Jones. “Todos saltaron sobre el fuego con vítores. ‘¡Nada de mujeres!’, se gritaba en el patio.Dafyyd Jones

Y frecuentaban clubes secretos para gastarse el dinero de sus mayores en cenas cuyo postre era destrozar el restaurante y fiestas cuya guinda humillar a los recién llegados.

En octubre de 1981, el canal ITV empezó a emitir Retorno a Brideshead, la adaptación de la novela de Evelyn Waugh con Jeremy Irons como Charles Ryder y Anthony Andrews como el resbaladizo Sebastian Flyte, hijo díscolo y gay de una poderosa familia católica que casi nunca se deja ver sin dos accesorios: un oso de peluche llamado Aloysius y una botella de lo que fuera, generalmente whisky, pero no le hacía ascos ni a la ginebra ni al champán.

“Tuve acceso a un mundo secreto. Había un cambio en marcha. Alguien lo describió como la última cana al aire de las clases altas”, cuenta el fotógrafo 

En su primera escena, Sebastian aparece vomitando por la ventana. Pocas veces un artefacto cultural ha llegado con tanta oportunidad. Margaret Thatcher llevaba dos años instalada en Downing Street y empezaba a quedar claro que sería más que una jefa de Gobierno. Resultaría más bien un clima o una manera de vivir. Ganar dinero o, mejor aún, tenerlo acumulado desde antaño, como los Flyte, de Brideshead, era algo digno de celebrarse en público.

La serie caló en una audiencia dispar, pero de manera especial entre aquellos que entendían los códigos de ese mundo, que sabían sin que el guion lo explicara que Michaelmas es como llaman en Oxford al trimestre que va de octubre a diciembre, qué es un baile de mayo o en qué consisten las fiestas de gala tras el fin de los exámenes. Esa audiencia comprendía a qué se refería el clasista Sir Maurice Bowra cuando dijo: “La sodomía se inventó para llenar ese rato extraño que queda entre el Evensong [el servicio anglicano de las seis de la tarde] y la hora de los cócteles”.

Las clases altas se entregaron con fervor al efecto Brideshead –la escritora Rachel Cusk recuerda haber visto en esos días a varios estudiantes cargando con osos de peluche, en un ejemplo de extrema literalidad– y desempolvaron tradiciones que nunca habían muerto pero que en los sesenta y los setenta se habían mantenido en una discreta penumbra.

“En Oxford, algunos ya alardeaban de su riqueza sin esforzarse por disimular su ropa y su acento”, cuenta Dafydd Jones. Este fotógrafo galés había llegado a la ciudad por casualidad. Recién salido de la escuela de Bellas Artes, se instaló con otros amigos artistas en un estudio que les salía barato.

‘Clive Cooke, en una fiesta organizada por Oliver Baxter. 149 Grosvenor Street, Londres. 13 de noviembre de 1981’, reza el pie de esta foto. “Mi manera de fotografiar una fiesta ha sido mostrar los momentos interesantes. Conocí a estos chicos y no creo que estuvieran actuando para mí”, dice el fotógrafo.
‘Clive Cooke, en una fiesta organizada por Oliver Baxter. 149 Grosvenor Street, Londres. 13 de noviembre de 1981’, reza el pie de esta foto. “Mi manera de fotografiar una fiesta ha sido mostrar los momentos interesantes. Conocí a estos chicos y no creo que estuvieran actuando para mí”, dice el fotógrafo.Dafydd Jones

Entonces se enteró de que The Sunday Times lanzaba un concurso para fotoperiodistas con el tema El retorno de los Bright Young Things, como habían bautizado a los aristócratas de entreguerras que se consagraron a la fiesta y a la noche con consecuencias medianamente devastadoras: algunos murieron de sobredosis, alcoholismo o terminaron suicidándose, pero los que sobrevivieron se convirtieron en señores y señoras de orden.

Jeremy Irons y Anthony Andrews, los protagonistas de la serie 'Retorno a Brideshead'.
Jeremy Irons y Anthony Andrews, los protagonistas de la serie 'Retorno a Brideshead'.

“Viviendo en Oxford estaba en el lugar adecuado”, recuerda Jones. “Yo no era parte de la alta sociedad, ni siquiera de la Universidad. Venía de mucho más abajo en la escala social, pero me puse a investigar”. Compró carretes en blanco y negro, porque eran más baratos, y se dedicó a colarse en las fiestas de los nuevos sebastians, de gente como la hoy chef mediática Nigella Lawson, cuyo padre se había convertido en ministro de Thatcher; o Hugh Grant, al que fotografió vestido de duendecillo en una fiesta de la sociedad secreta Piers Gaveston, la misma en la que, al parecer, David Cameron pasó por un rito de iniciación consistente en introducir su pene en la cabeza de un cerdo muerto.

Quedaban en un restaurante a comer y beber a niveles de emperador romano, destrozar el local, y dejar un reguero de billetes para pagar los desperfectos

Jones no ganó el concurso, pero el periódico publicó sus fotos junto a un escandaloso artículo del reportero Ian Jack, futuro director de la revista literaria Granta. El reportaje llamó la atención de Tina Brown, la periodista que entonces estaba reinventando Tatler, la cabecera tradicional de las clases altas. Fichó a Jones de reportero nocturno, enviado especial a los bailes y festejos de los cachorros de la nueva oligarquía, que era la misma de siempre.

Durante la década siguiente, las debutantes y los hijos de los lores se toparon con él en cada boda, en cada velada benéfica y en cada jarana del Annabel’s, la eterna discoteca de la aristocracia. Él los retrató en toda su gloria, con caras desencajadas, pezones fuera y esa tranquilidad que da saber que tu vida y la de tus descendientes está apalabrada. “Tuve acceso a un mundo secreto. Era un tema del que se había escrito mucho pero no creo que se hubiese fotografiado. Y había un cambio en marcha. Alguien lo describió como la última cana al aire de las clases altas”, recuerda.

El fotógrafo conseguía colarse en las fiestas gracias a una combinación de invitaciones y chivatazos y fue aprendiendo las reglas de un mundo cerrado comportándose “como un detective”. Además, confiesa, “era amigo del camello de ese círculo. Él me daba información muy detallada”. Esos años fueron también los del estallido de la cocaína, pero los Sloane rangers, como llamaban en los ochenta a los pijos que vivían cerca de la londinense Sloane Square, llegaron bastante tarde al polvo blanco.

La foto se titula ‘Debutante en un estanque de lirios. Pop Vincent, empujada por Charles McDowel durante el Martin Betts Dance. Ascot. 23 de julio de 1982’. Su autor la recuerda bien. “Durante la noche varias personas terminaron en el estanque. Todavía me encuentro con Charles de vez en cuando. Trabaja de agente de bienes raíces en Knightsbridge”.
La foto se titula ‘Debutante en un estanque de lirios. Pop Vincent, empujada por Charles McDowel durante el Martin Betts Dance. Ascot. 23 de julio de 1982’. Su autor la recuerda bien. “Durante la noche varias personas terminaron en el estanque. Todavía me encuentro con Charles de vez en cuando. Trabaja de agente de bienes raíces en Knightsbridge”.Dafydd Jones

“Mucha de esta gente vivía por lo menos la mitad del tiempo en el campo, así que no estaba muy al día. Lo que sí hacían era beber mucho alcohol”, aclara el periodista Peter York, quien, sin pudor, asevera: “Coescribí el libro definitivo sobre este asunto, The sloane ranger handbook [El manual del Sloane Ranger], en 1982”.

Beber era y sigue siendo la actividad principal de las sociedades secretas como la ya famosa Bullingdon, conocida como Bullers, a la que pertenecieron Boris Johnson y David Cameron, o la Piers Gaveston, con una reputación algo más turbia en el terreno sexual. Un viernes cualquiera de uno de sus socios consistía en quedar en un restaurante a comer y beber a niveles de emperador romano, destrozar el local, y dejar después un reguero de billetes para que el dueño pagara los desperfectos. El menú tipo de la época: consomé, lenguado de Dover, codorniz, solomillo chateaubriand, crème brûlée, queso... Todo acompañado de vinos Muscadet, Côtes du Rhône, Borgoña, Sauterne y, por supuesto, champán.

En 2010, la dramaturga Laura Wade situó su obra Posh [Pijo] en una de estas veladas. Allí, los chicos llaman a una prostituta y le piden que se ponga a cuatro patas debajo de la mesa y haga felaciones a todos los presentes. Cuando la chica se niega, se muestran completamente sorprendidos. La escena es emblemática de la actitud ante las mujeres que predominaba entre aquellos chicos criados en internados masculinos.

Las verdaderas sloanes ni siquiera llegaban a la Universidad. Hacían de modelos o iban a la escuela de secretariado hasta que se casaban con un compañero de su hermano en el college y daban su propio fiestón de boda. “Por supuesto que todos nos emborrachábamos en la Universidad, pero esta gente lo hacía de manera distinta, miraban por encima del hombro a lo que llamaban la plebe”, recuerda Jonathan Gregg, un profesor universitario afincado en Barcelona que fue a Oxford entre 1977 y 1981.

“Las Mays Balls de Cambridge son fiestas que se convocan después del final de los exámenes y duran toda la noche. Esta es simplemente una foto de dos chicos pasándolo bien”, informa el autor de esta imagen titulada ‘Raff Brodie y Mark Scott, bailando durante el Pembroke May Ball, Cambridge. 14 de junio de 1988’.
“Las Mays Balls de Cambridge son fiestas que se convocan después del final de los exámenes y duran toda la noche. Esta es simplemente una foto de dos chicos pasándolo bien”, informa el autor de esta imagen titulada ‘Raff Brodie y Mark Scott, bailando durante el Pembroke May Ball, Cambridge. 14 de junio de 1988’.Dafydd Jones

Las fotos de Jones le resultan familiares. Antes, estudió en Winchester, una escuela privada del rango de Eton a la que acudió becado. “Cenando cada noche vestido de gala, servido por criados que a los 13 años me llamaban señor”, recuerda. Después de aquello, lo único que quería al llegar a la universidad era alejarse de esa escena. “Y aunque hubiese querido, no hubiera podido pertenecer a una sociedad secreta. Se necesitaba muchísimo dinero”.

Mientras estos círculos organizaban, también en Londres, cenas de frac obligatorio y pajarita blanca o perpetuaban las tradiciones de sus tatarabuelos, a escasas paradas de metro hervía otro tipo de vida nocturna. Para los que iban al Billy’s del Soho o al Blitz, el club donde se fraguaron los new romantics, “arreglarse para salir” significaba algo un tanto distinto.

Quizá vestirse de arlequín, de Lawrence de Arabia versión drag o pintarse las cejas como una Joan Crawford demente. O mejor aún, las tres cosas a la vez. ¿Llegaron a cruzarse esos dos mundos? Según York, que en aquellos días trabajaba como cronista en la revista rival de Tatler, Harpers & Queens, y que recuerda cruzarse con Jones todo el tiempo, él sí se movía con comodidad en todos los círculos. “Yo también iba a las fiestas de los punks, la new wave y los new romantics; tenía una vida social más variada que la mayor parte de la gente”. Pero, por lo general, eran dos realidades que se daban felizmente la espalda.

¿Cuándo se acabó la fiesta? York lo fecha en los primeros noventa, “cuando arrancó otro estilo más internacional, más sofisticado y más políticamente correcto. Además, se instaló la cultura de la celebridad. Cambió el estado de ánimo y la gente se volvió más conspicua con este estilo de vida. En el trabajo, por ejemplo, uno no quería pasar por sloane. Lo más importante era perder el acento si uno quería que le tomaran en serio. Si iban a la City a trabajar para empresas de capital japonés o alemán necesitaban parecer personas modernas, responsables y globales”.

Dafydd Jones tituló una exposición de 1992 La fiesta terminó, decretando el fin de ese mundo de pijos despreocupados, pero ahora reconoce que eso pudo deberse a sus propias ganas de pasar página.

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