Política para Narcisos
Las viejas cosmovisiones del mundo han sido sustituidas por una era más personalista. Una nueva dinastía de líderes se abre paso
Dios ha muerto, Marx ha muerto, pero el Yo está más vivo que nunca. Las grandes ideologías y cosmovisiones del mundo se han evaporado del espectro político. En la derecha apenas queda rastro de la vieja democracia cristiana o de los neos (liberales, conservadores, fascistas). Y en la izquierda se apagan los ecos del socialismo y el marxismo. ¿Nos hemos emancipado, entrando en un periodo de política pragmática donde buscamos las soluciones óptimas a los problemas colectivos? ¿O hemos caído esclavos del culto al yo, abriendo una era de política narcisista donde sólo importamos nosotros?
Cada generación se queja de la egolatría de la siguiente. De los jóvenes de Babilonia hace miles de años a los millennials. Los ahora virtuosos baby boomers (aquellos nacidos en las décadas de la posguerra) fueron apodados en su momento como la “generación del yo”. Así que seamos cautos a la hora de interpretar las modas del día como cambios culturales de fondo. Sin embargo, tenemos razones para pensar que las placas tectónicas sobre las que se asientan nuestras sociedades democráticas se están desplazando.
Somos más individualistas. Y ello tiene efectos positivos. Los países donde predominan los valores individualistas tienen mejores resultados en casi cualquier dimensión del bienestar humano que aquellos con valores más colectivistas. Las sociedades individualistas, al premiar la autonomía y responsabilidad personal, promueven el desarrollo económico. Los ciudadanos tienen más incentivos para invertir, innovar y acumular riqueza.
El individualismo también fomenta Gobiernos más responsables. Un estudio del economista de la Universidad de Girona Andreas Kyriacou muestra cómo los países más individualistas tienen instituciones públicas más imparciales. Por el contrario, las sociedades colectivistas valoran más la lealtad y la cohesión del grupo. Los Gobiernos sienten que deben favorecer a los suyos. Con lo que, en aquellos lugares donde los ciudadanos tienen unos valores más colectivistas, las instituciones públicas acaban siendo más nepotistas y corruptas.
No obstante, el individualismo tiene un lado oscuro: el narcisismo. Datos variopintos, de las operaciones de cirugía a los nombres que ponemos a los niños, indican que nos hemos vuelto más ególatras. Los test psicológicos registran un aumento de las personalidades narcisistas. Según Gallup, hace medio siglo sólo el 12% de los adolescentes americanos se creían “muy importantes”. Ahora son más del 80%. Incluso las letras de las canciones, mapas de las inquietudes cotidianas, se han vuelto también más individualistas y narcisistas.
Como vemos con Trump, ni los pesos y contrapesos de la democracia más estable parecen suficientes para detener una política incívica
El narcisismo proyecta una sombra tenebrosa sobre la democracia. Por definición, el narcisista tiene problemas para empatizar e interactuar con los demás. Y en eso se fundamenta una democracia. Desde la Grecia clásica, los filósofos han insistido en que una deliberación sana sobre el bien común requiere que los ciudadanos trasciendan su interés privado para convertirse en lo que Aristóteles llamó animales políticos.
Hoy en política nadie quiere trascender. Hemos sustituido la familia de partidos tradicionales por una nueva dinastía de políticos narcisistas, como Berlusconi y Beppe Grillo en Italia o Trump en Estados Unidos. Siempre hemos sufrido dirigentes megalómanos. Pero esta vez los padecemos en las democracias más asentadas, las que marcan el camino al resto. Y por voluntad propia. En mayor o menor medida, nos identificamos con su egolatría payasa. Estos políticos exhalan el narcisismo moral que, según Roger Simon, definiría nuestro tiempo. Es decir, la sensación de que lo que nos hace buenos es lo que creemos. Lo que gritamos a los cuatro vientos. No lo que hacemos.
Hasta cierto punto es un proceso inevitable. El devenir del mundo nos ha hecho más egocéntricos. Pertenecemos a las primeras cohortes en la historia de la humanidad de las que no se espera que sacrifiquen su vida por un Dios o una patria. El Estado de bienestar, con todas sus lagunas, provee a los ciudadanos de una serie de servicios que, como apuntaba Habermas hace ya tiempo, han clientilizado el concepto de ciudadanía. Nos sentimos más consumidores que accionistas del Estado.
A nivel social, hay muchos signos de esperanza. Somos tolerantes y solidarios. Nos hacemos voluntarios de causas nobles. Y proliferan los códigos éticos y deontológicos que guían nuestra cotidianidad profesional.
Pero a nivel político hemos descuidado las virtudes cívicas. No sentimos obligaciones hacia la comunidad. Lo fiamos todo a las instituciones. Y, como estamos viendo con Trump, ni los pesos y contrapesos de la democracia más estable del mundo parecen suficientes para detener una política incívica.
No es irreversible. Porque, en gran medida, el menosprecio de la cultura cívica es el resultado de los relatos políticos dominantes en las últimas décadas. De derechas y de izquierdas. Todos han contribuido a diluir el espíritu público. Por una parte, la derecha occidental se ha desprendido de los frenos democristianos y conservadores que contenían la persecución del puro interés individual. Hoy todo vale si te beneficia a ti o a tu país. La canciller Angela Merkel es la última resistente, leal a sus fuertes convicciones morales. Pero está asediada por todos los frentes, externos e internos.
La izquierda no está libre de culpa. Desde su atalaya moral, ha atacado el ultraliberalismo sin corazón de la derecha. Pero su crítica, pulcra y cómoda, no viene acompañada de la siempre incómoda demanda de cultura cívica. La izquierda no ha reclamado una mayor responsabilidad a los ciudadanos para afrontar los grandes retos colectivos y las inexcusables reformas del Estado de bienestar. Se ha centrado en pedir una mayor participación en la toma de decisiones. Dadnos poder, pero no nos pidáis demasiados esfuerzos. Una pena, porque el principio de responsabilidad personal y obligación social no es un invento socioliberal de la tercera vía, como interesadamente denuncian muchos. Por el contrario, está en el corazón mismo del pensamiento socialista desde su origen.
La izquierda ha abandonado el fomento del carácter cívico. De alguna forma perversa, la izquierda le ha dado la vuelta al sueño de uno de sus referentes, Martin Luther King. El activista de los derechos civiles anhelaba una nación donde los ciudadanos fueran juzgados por el contenido de su carácter y no por otras características estáticas, como el color de la piel. Pero la palabra “carácter” produce alergia a una izquierda contemporánea que prefiere que los bienes y las políticas se distribuyan en función de las características pasivas de los ciudadanos.
Los votantes son clientes sensibles a los que hay que satisfacer. En la política para narcisos sólo hay espacio para vendedores divertidos. No para predicadores como King o Merkel.
Víctor Lapuente Giné es profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.