Escenario para una decepción: la plaza Tahrir de El Cairo
El documental ‘Nunca fuimos niños’ visibiliza a los que se ilusionaron con las manifestaciones egipcias
¿Qué revolución es esta que nunca cambia nada? ¿Cuántos años llevamos escuchando noticias desde la plaza Tahrir de El Cairo? Sabemos, efectivamente, que el 25 de enero de 2011 se convocó aquella manifestación que cambiaría para siempre el nombre del que hasta entonces era el Día Nacional de la Policía, en Egipto; sabemos que las concentraciones se reeditarían durante los días siguientes y sus noches hasta la renuncia del presidente Hosni Mubarak, que ya llevaba 30 años en el poder.
Fueron 18 días que, aunque no mantuvieran en vilo al mundo, dieron alas a los medios occidentales para hablar de la plaza como "pulmón de la revolución" y para contar las celebraciones casi con la misma algarabía que la de la gente que salió, al día siguiente, a limpiar la plaza y a reparar las aceras rotas durante las revueltas, sin apenas tiempo para velar a sus muertos.
¿Cuántos presidentes han pasado en estos años? ¿Cuánta ilusión se ha ido por las alcantarillas junto con la sangre de los militantes? Los ciudadanos que llenaron la plaza de esperanza siguen viviendo igual que el primer día de convocatoria. O peor. En el "ágora cairota", como se le dio en llamar a la plaza, continuaron muriendo personas, en los inviernos que vinieron e, incluso, volvieron los tanques para evitar las conmemoraciones.
Había voluntad de cambio, en 2011, y hasta los más rezagados de la sociedad se sacudían el escepticismo eterno de los parias para volver a creer en que podían salir de esos márgenes y convertirse en ciudadanos corrientes. De algunos de ellos nos habla Mahmood Soliman en su imprescindible documental We have never been kids (“Nunca fuimos niños”).
El director había conocido a Nadia, la afiladora de cuchillos, y a sus hijos pequeñitos ya en 2003, cuando filmaba su primera película. Lo cautivó el personaje y su épica cotidiana. La de ganarse la vida afilando cuchillos, sola, por la calle, de casa en casa, trasladando la máquina a pedales de comercio en comercio, después de dejar a sus hijos mayores en la escuela, cargando con el último o la última que fueran naciendo. Ella estaba separándose, pero su marido seguía apareciendo de tanto en tanto (en un fuera de cuadro fílmico que no impide las consecuencias, en la vida real, de los nuevos hijos que iremos viendo aparecer y ese hombre-a-cuestas del que nos hablan).
Soliman acompañó a Nadia por etapas, a lo largo de 13 años. Durante los primeros tiempos, cuando todavía Mubarak era el telón de fondo del país y los tres mayores de Nadia sonreían, la ternura materno-filial y el esfuerzo de esa madre sola parecían suficientes para que la precariedad no llegara al estrago. Soliman nos invita a presenciar el crecimiento de los hijos, las primeras vergüenzas adolescentes (la de no querer que la madre llegue hasta la puerta del colegio con la herramienta de trabajo encima, por ejemplo) y las pequeñas alegrías del compartir de cada día. Así llegamos a ser testigos de la adhesión de esa familia pobrísima de El Cairo a la causa de la dignidad, en la plaza mayor de su ciudad, en 2011.
El valor incuestionable del filme de Soliman, que ya ha ganado 10 premios en festivales de todo el mundo y que en estos días se exhibe en la 40º edición del Goteborg Film Festival de Suecia, reside en ponerle cara, y piel individual y doliente, y palabras, y trayectoria vital, a esa gente que ha poblado fotos de masas irreconocibles para la Historia en algún sitio virtual. Ellos son los seres humanos detrás de todo el devenir geopolítico egipcio, los que han sostenido y sufrido todos los tiempos de Mubarak, el breve paso de los Hermanos Musulmanes, el golpe de Estado y la vida que sigue, con los niños creciendo en el cinismo y el sinsalida de una ciudad hostil en un Estado que no parece querer proteger a sus ciudadanos más vulnerables.
Nadia y sus hijos son algunos de los que no murieron en la Plaza Tahrir pero que volvieron al horizonte cero de la expectativa en la vida, cuando los tanques se retiraron. Ella siguió lidiando con ese exmarido fuera de cuadro pero que toma siempre las peores decisiones para sus hijos; los niños haciéndose mayores y sobreviviendo a la miseria, en medio de la miseria. Es profundamente emocionante, y también devastador, ver cómo el niño que quería continuar el colegio (porque era buen alumno) se vuelve viejo a los 20 años, gastado por las drogas y el escepticismo.
Asistimos al declive de una madre que no puede salvar a sus hijos, pero lo sigue intentando con los menores, a manotazos de impotencia, y ya alejada de cualquier ilusión colectiva. El pulmón de la llamada Plaza de la Liberación necesita trasplante.
Soliman se atreve con todos los temas, incluso con uno de los tabúes más grandes en la sociedad musulmana, como es la orientación sexual. A propósito, el director nos asegura que ha intentado proteger a todos sus protagonistas de cualquier represalia, sin dejar de considerar –a cada paso– los riesgos de hacer documentales, los que él corre y los que corren sus personajes. Parece respetuoso y comprometido a tal punto que, según nos comenta, tuvo que hacer un nuevo corte y montar otra vez la película, tras su estreno. No quería dejar de agregar escenas de lo que seguía apareciendo, ya que Nadia y los chicos continúan llamándolo cada vez que ocurre algo reseñable en el paisaje familiar.
Mientras tanto, la vida sigue en El Cairo, sin edición ni efectos especiales que la aligeren.
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