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Tribuna
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Los demócratas en el año de la contrarrevolución

El campo de batalla es la pugna entre un soberanismo cerril y una visión cosmopolita

Protesta contra el nombramiento del exjefe de la petrolera ExxonMobil, Rex Tillerson, como futuro secretario de Estado de Donald Trump.
Protesta contra el nombramiento del exjefe de la petrolera ExxonMobil, Rex Tillerson, como futuro secretario de Estado de Donald Trump.M. REYNOLDS (EFE)

La era Trump ha empezado con más proteccionismo, más nacionalismo, libertades y derechos en retroceso, y la Constitución amenazada. Al igual que los demócratas en EE UU, los socialdemócratas europeos viven sus horas más bajas. Los populistas Marine Le Pen, Nigel Farage, Geert Wilders o Victor Orbán marcan el paso, mientras los progresistas son desalojados sine die de los Gobiernos. La confusión reinante, típica de este momento contrarrevolucionario, impide ver claro. Muchos ciudadanos no distinguen ya entre su mano izquierda y su mano derecha, entre las élites y el pueblo. ¿Quién puede afirmar que está del lado bueno de la Historia? ¿Dónde está el progreso? Los conversos aseguran que Trump devolverá la dignidad a la clase trabajadora —pecadillos xenófobos y autoritarios aparte—. Al fin y al cabo, fue la tercera vía socialliberal la que arrastró a los perdedores de la globalización, la que desreguló los mercados financieros hasta el crac de 2007.

En realidad, no deberíamos llorar tanto el fin del “orden liberal” realmente existente. Vivimos en un mundo que es una mala caricatura de la Ilustración: desigualdad, exclusión social, destrucción del medio ambiente, terrorismo global o instituciones averiadas como Naciones Unidas, la OTAN o el G-20. En el último lustro, las sucesivas revueltas democráticas del 15-M, Occupy Wall Street o las primaveras árabes, parecían apuntar a un cambio; pero este no tuvo lugar. De otro lado, los movimientos antiglobalización viajaron inesperadamente desde la periferia del sistema hasta la Casa Blanca, perdiendo lo que tenían de utópicos, para mutarse en el America First. Hoy, como en el Gatopardo de Lampedusa, se impone la consigna contrarrevolucionaria: ¡que todo cambie para que todo siga igual! Al frente del nuevo régimen se ha instalado una especie de post-establishment gamberro, formado por millonarios traviesos y militares retirados y díscolos. ¿Están los demócratas preparados para ofrecer una alternativa?

El clintonismo ha muerto, y la salida de Obama ha dejado un gran vacío. No obstante, en voto total, Hillary aventajó a su contrincante en casi tres millones, y el Partido Demócrata sigue teniendo un enorme potencial para aglutinar la diversidad y la vanguardia del país. Pero, al igual que los socialdemócratas europeos, si quieren volver al poder alguna vez, los demócratas tendrán que recuperar la credibilidad de la clase trabajadora y de los los jóvenes. El nuevo liderazgo puede arrancar desde la izquierda populista del partido, donde Bernie Sanders aparece como el gran referente moral, con una organización de base (Our Revolution) a modo de escuela de nuevos talentos para recuperar el voto de la América profunda. La senadora Elizabeth Warren y la candidata a dirigir el desprestigiado aparato del Comité Nacional Demócrata, Keith Ellison, están en la misma línea. Existe un ideario común en torno a las grandes corporaciones, los bancos, el salario mínimo, la vivienda y la cobertura sanitaria. Sin embargo, aún falta una visión menos reactiva sobre la globalización, más cosmopolita, capaz de competir con el America First. Además, los populistas habrán de convivir con figuras del partido vinculadas a grandes donantes. Y nadie sabe cuánto tiempo llevará unificar criterios, ni cómo hacerlo.

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Hay que explorar las divisiones en las filas republicanas para aislar al nuevo presidente

Luego está la estrategia: ¿cómo ejercer una oposición firme frente a la hegemonía republicana?  Congreso, cámaras legislativas de los Estados, gobernadores, Tribunal Supremo. Está por ver qué actitud adoptan el nuevo portavoz en el Senado, Chuck Schumer, y en la Cámara la veterana pija Nancy Pelosi, quien se impuso al joven Tim Ryan, del industrial Ohio. Una guerra descarnada con los republicanos no conviene a los demócratas ni tampoco a un país roto. Las Administraciones locales y federales colapsarían y la población más vulnerable sufriría las consecuencias. Hay otra razón más de fondo, extensible a los europeos: los progresistas no pueden responder a la contrarrevolución con sus mismas armas. Si se quedan solo en la democracia del tweet, del eslogan y del lenguaje destructivo, le estarán haciendo el juego a la contrarrevolución. Hasta las elecciones mid-term de 2018, sería bueno actuar como un frente compacto, lanzar las mejores propuestas y explorar las divisiones en las filas republicanas —moderados, libertarios, neocon, Tea Party— para aislar al presidente en asuntos como impuestos, sanidad, trabajadores inmigrantes, o los devaneos con Putin.

Para los progresistas de EEUU y Europa, es el momento de la autocrítica y de tender puentes para un frente común; de lo contrario, serán barridos del mapa. Una vez gastados los ejes de derecha e izquierda, de élites y pueblo, el populismo reaccionario nos sitúa frente al verdadero campo de batalla del siglo XXI: la pugna entre un soberanismo cerril y una visión cosmopolita.

Vicente Palacio es director del Observatorio de Política Exterior de la Fundación Alternativas y autor del libro Después de Obama: Estados Unidos en tierra de nadie (La Catarata, 2016)

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