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Seres Urbanos
Coordinado por Fernando Casado
sexualidad

Amar de pie en las ciudades

Los espacios públicos y semipúblicos pueden devenir un marco para el desacato al modelo de sexualidad hegemónico.

Dos chicos se besan durante la Marcha del Orgullo Gay de Rio de Janeiro, Brasil, el pasado 11 de Diciembre, para reivindicar más derechos para el colectivo LGTBIQ.
Dos chicos se besan durante la Marcha del Orgullo Gay de Rio de Janeiro, Brasil, el pasado 11 de Diciembre, para reivindicar más derechos para el colectivo LGTBIQ. Mario Tama (Getty Images)

Nada de nuevo hay en amarse a la intemperie. Evocando un famoso poema de Gloria Fuertes, bien sabemos que la gente siempre se ha besado por los caminos. Y lo continua haciendo en las calles y las plazas. José Martí escribía en su "Amor de ciudad grande": "Se ama de pie, en las calles, entre el polvo” / De los salones y las plazas; muere / La flor el día en que nace". Esa misma imagen es la que inspira a Jacques Prévert en uno de los poemas de Espectáculo (1951), donde muestra su cercanía con quienes no tienen donde refugiar voluptuosidades que no les son permitidas: "Los niños que se aman se abrazan de pie / Contra las puertas de la noche / Y los paseantes que pasan los señalan con el dedo". Esa exhibición de la lascivia ahí, afuera, desmiente, desobedece y resignifica una concepción dominante del contraste entre público y privado, de acuerdo con la cual la sexualidad debe ser administrada en el ámbito doméstico, una domesticación literal cuyo escenario institucional debe ser el lecho marital.

Una aportación sobre este asunto es el trabajo de José Antonio Langarita a propósito de unas prácticas propias de la cultura homoerótica, activas en numerosas ciudades, consistentes en mantener escuetas relaciones sexuales entre desconocidos en lugares públicos: el cruising. Tenemos unos cuantos artículos académicos importantes y un libro: En tu árbol o en el mío. Una aproximación a la práctica del sexo anónimo entre hombres (Bellaterra), centrado en los espacios para encuentros sexuales anónimos entre hombres en Barcelona y Sitges.

He ahí una aportación valiosa en un doble sentido. Por un lado es una contribución al tiempo militante y fundamentada a una causa justa, cual es la que nos mantiene en guerra, también desde las ciencias sociales, contra los encorsetamientos y las represiones de una sociedad que lleva siglos negándole derechos al cuerpo, con especial el de las personas que desean el de otras del mismo sexo. Pero, más allá todavía, la investigación de este profesor de la Universitat de Girona es una excelente indagación a propósito de una variable concreta de apropiación social de exteriores urbanos: la de índole erótica, que por supuesto no se restringe al colectivo gay. Los bancos, los quicios, los rincones, los parques, los servicios públicos, las porterías, las playas..., todo tipo de espacios públicos y semipúblicos hace mucho que vienen demostrando que cualquier sitio puede devenir en cualquier momento marco para contactos sexuales de distinta intensidad y disimulo, buscados o encontrados, como único recurso o como fuente de placer añadido, y siempre como desacato al modelo de sexualidad hegemónico, determinado tanto por la moral judeocristiana como por el postulado del orden burgués para el cual las pasiones debían ser acuarteladas en la nueva sede de la familia patriarcal nuclear y cerrada: el hogar.

Si ese aspecto merece ser subrayado es porque nos informa de lo que podríamos llamar la quinta escencia de esa forma específica de vida social en lugares de libre concurrencia de cualquier ciudad, como escenario de una urdimbre inmensa de entrecruzamientos pasajeros que está en todo momento en condiciones de conocer los más insólitos e inesperados acontecimientos, microscópicos o tumultuosos, íntimos o históricos, portentosos o devastadores. En ese extraordinario ballet de figuras cuya trayectoria se seca se desarrolla una dialéctica ininterrumpida de exposiciones, en el doble sentido de exhibiciones y puestas en riesgo, dado que ahí no queda más remedio que quedar a merced no solo del examen de los demás, sino también de sus iniciativas. En ese marco de coincidencia masiva, el esfuerzo constante de los transeúntes por evitar todo contacto físico, hasta el mínimo roce, se trunca cuando surge la oportunidad para que estalle un cuerpo a cuerpo siempre latente y a la espera y quienes hasta hacia un momento eran tan ajenos los unos a los otros se enzarcen en luchas o abrazos.

En apariencia, ese orden de relaciones que ordena endógenamente un lugar público –que se exacerba al máximo en el cruising gay— se desarrolla entre individuos que no se conocen y que reclaman su derecho al anonimato, es decir su derecho a definirse e identificarse aparte, en privado. Con un matiz importante. Se supone que esa arena social está siendo usada por masas corpóreas anónimas, que están ahí como seres desafiliados que esperan ser aceptados a partir de su competencia para comportarse adecuadamente, esto es para guardar las formas, actuar de acuerdo a las normas sobreentendidas que organizan el espacio en que coinciden. Otra cosa es que ese pacto de neutralidad se vea refutado en cuanto determinados rasgos en un presunto desconocido le denotan como poseedor de una identidad desacreditada —origen étnico, clase social, edad, etc.—, lo que automáticamente lo inhabilita para participar plenamente de una vida pública –también sexual– no es nunca, aunque se proclame, vida entre iguales.

En cualquier caso, la labor de José Antonio Langarita como etnógrafo de sexualidades a cielo abierto abunda en que la ciudad es en cierto modo una sociedad óptica, es decir una sociedad de miradas y seres mirados que se miran y te miran, aunque sea de soslayo. Quienes transitan por sus aceras se visibilizan en superficies en las que lo que cuenta es, ante todo, lo observable de inmediato y, a partir de ahí, lo intuido o lo insinuado mucho más que lo sabido. En ese espacio de percepciones instantáneas, de apariciones y aparecidos de improviso, hay veces en que cada cual es poco más que el momento preciso en que se cruza con alguien a quien hubiera podido amar. Lo que Langarita nos describe y analiza es un universo de encuentros fugaces entre homosexuales que tienen la valentía de llevar hasta el final lo que millones de miradas furtivas entre desconocidos reclaman y no obtienen por prisa o por cobardía. Su sexo a primera vista no hace sino cumplir lo que esas miradas anhelan sin conseguir, que no es otra cosa que mezclarse por fin con el cuerpo de aquel o aquella que pasa.

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