El miedo de Virgilio Piñera ante el líder
Fidel Castro hizo del miedo una manera de pensar de que aún tenía una paloma posada en el hombro.
En 1964 publicó el gran cronista mexicano Jorge de Ibargüengoitia un texto magnífico, La rebelión en el jardín,que entonces parecía una broma. Narraba la burocracia abrumadora que lo recibió en La Habana cuando le concedieron el entonces mítico premio Casa de las Américas. Como era una sátira de la Revolución, a la que entonces no se le podía poner un pero, el texto pasó desapercibido. Años después, cuando ya se habían atenuado los efectos adormecedores de la alegría sin freno que desencadenó aquella paloma revolucionaria que asistía a Fidel Castro, el texto (reeditado recientemente por Reino de Redonda, la editorial de Javier Marías) adquirió su dimensión: no era una crónica, era una advertencia. La revolución no es lo que era. Los gigantes estaban poseídos por el don de los dictadores: tener razón porque la Historia iba a ponerlos en la gloria.
Hubo otras advertencias. Cabrera Infante, refugiado en Londres con su mujer, la actriz Miriam Gómez, fue de los primeros en decir que aquello no era lo que decían haber visto intelectuales de todo el mundo: la gloria revolucionaria. A un caciquismo, el de Batista, seguía otro, el de los Castro. Y aunque era evidente que la perpetuación en el poder de esos gemelos disímiles era una aberración democrática, los que quisimos que la Revolución pareciera lo que no era nos mantuvimos en la creencia de que solo se podía desconfiar en una dirección. Los críticos eran gusanos. Ocurrieron aberraciones que tampoco nos torcieron el rostro ante la pestilencia sucesiva. Fueron ruidos que los que creímos que la Revolución era infalible atribuimos a los gusanos de dentro y de fuera. En los noventa las cosas se hicieron nítidas. Castro fusiló a los suyos a la luz del mundo, su hermano Raúl declaró que se dio cuenta de que lloraba por ellos “al mirarme al espejo” y siguieron testimonios que dejaron boquiabiertos (pero callados) a quienes aún creían que la Revolución era infalible. Uno fue el de Eliseo Alberto, poeta, novelista, que contó en Informe contra mí mismo cómo fue presionado para que contara lo que se hablaba en casa. En casa estaba una gloria de Cuba, el poeta Eliseo Diego.
Pero el momento más esclarecedor de esa oscura noche que Fidel Castro convirtió en interminable fue cuando Virgilio Piñera, uno de los mejores escritores de Cuba, afrontó con un nudo en el alma la tarea de decirle al líder máximo con la verdad de su tragedia. Homosexual y escritor, experto a la fuerza de las persecuciones del Régimen, asistió a la reunión de Fidel con los artistas cubanos tras el caso Padilla, que acabó con el poeta sometido a una autocrítica estalinista. Virgilio se levantó tembloroso, como si estuviera ante un pelotón de fusilamiento, quizá con aquellos ojos rotos que debió tener Lorca en su última noche y dijo en medio del espectacular silencio:
—Tengo miedo.
Fue una declaración terrible. Una oscura comprobación de los hechos, una condena como veredicto de la historia: aquel poeta triste tachaba así la aspiración castrista de pasar a la eternidad como un héroe. Fue un dictador que hizo del miedo un modo de seguir creyendo que aún tenía una paloma en el hombro.
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