Yo soy la revolución
Los frutos del castrismo fueron la ineficacia económica y la autocracia del caudillismo
Fidel gobierna Cuba como si fuera una hacienda de su propiedad”, afirmaba hace años uno de sus adversarios políticos encarcelado, confirmando la idea de Carlos Franqui, que fuera inicialmente su colaborador político como director de Revolución. El sentido autocrático que caracterizó a su forma de ejercicio del poder encuentra un claro antecedente en la figura de su padre, soldado español que regresa a la Isla y que rige con mano de hierro su hacienda en Birán, al este de Cuba, con 10.000 hectáreas, siendo señor de vidas y bienes de sus trabajadores haitianos. También su padre le inspira un rasgo propio del campesino gallego: su desprecio al bienestar material y al comercio, y posiblemente también la estimación de la profesión médica.
Es un sentido del poder que cobra contenido político, y dimensión violenta, en sus años de estudiante universitario, una vez que sus formas de actuación, con una excelente retórica parlamentaria y los usuales valores del orden y la disciplina, han sido moldeados durante sus años entre los jesuitas del elitista Colegio de Belén en La Habana. Fue desde el principio un líder, apasionado por la política y la historia. Alejandro Magno, en correspondencia con su segundo nombre, fue principal, referente: el gran conquistador, al cual se unirán como fruto de sus lecturas en la cárcel Marx y Lenin, de quienes admirará “lo bien que aplastaban a sus enemigos”. De paso hay que advertir su total distanciamiento de la economía, sin cobrar a sus clientes populares y dispuesto siempre a aprovechar la generosidad de sus amigos, según me contaba su entonces amiga Martha Frayde, su habitual cocinera vespertina, a quien condenó más tarde a varios años de cárcel. De hecho Fidel nunca tuvo verdaderos amigos, con la excepción de Celia Sánchez, desde los días de la sierra a la muerte de ella en 1980.
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La vida política en La Habana de 1950 no favorecía la admiración por la democracia representativa. Por eso el mismo Fidel que evoca la libertad democrática anterior al golpe de Batista en La historia me absolverá, ataca allí mismo “la politiquería”. Su extraordinaria habilidad para la maniobra le permitirá jugar una baza, la democrática, escondiendo la otra, la dictatorial. Se lo explica a Melba Hernández desde la cárcel batistiana para regular los tratos con otros opositores: hay que llevarse bien con ellos, “para luego aplastarlos como cucarachas”. El juego del gobierno burgués en el triunfo de la revolución, a efectos de reconocimiento internacional, para un mes más tarde forzar su dimisión y ejercer directamente el mando fue una primera obra maestra, precedida unos días por un hito siempre olvidado, el decreto de 7 de febrero de 1959, que sorprende hasta a los comunistas, y sustituye la Constitución de 1940 por las bases de su régimen.
Poco después, para librarse del presidente liberal Urrutia, el juez que votó a favor suyo tras el asalto al cuartel de Moncada en 1952, Fidel inventa el golpe de Estado por televisión, refrendado por movilizaciones de masas que obligan a Urrutia a dimitir y a huir. El pretexto había sido una dimisión suya como primer ministro, no como jefe del Ejército, anunciada en Revolución por orden suya y que incluso Raúl desconocía. La política era para él un juego con un solo jugador. Y jugador implacable, como constatarán todos sus adversarios, incluido un Partido Comunista, el PSP, que utiliza como único instrumento disponible en 1959 si desea evitar el pluralismo del Movimiento 26 de Julio, y para propiciar la ayuda soviética, pero al que descabeza para evitar la consolidación de una alternativa regida desde Moscú. El libro Un asunto sensible, de M. Barroso, lo cuenta muy bien.
Al modo de una versión cubana del maoísmo, Fidel busca el fundamento de su poder en las masas, ese pueblo cubano que agita con sus interminables discursos en una “democracia de la plaza pública”, y al que de paso controla con una permanente represión, apoyado en los Comités de Defensa de la Revolución, un invento de inspiración peronista, y con una estructura política y parapolicial omnipresente. Es un esquema totalista, donde resulta preciso que “el poder popular” quiera lo que quiere Fidel.
Todo ello en nombre de un gran propósito: cumplir la tarea de revolución nacional auspiciada por José Martí. Solo que Martí consideraba esa misión como esencialmente democrática, y para Fidel la democracia carecerá de sentido. Con su poder personal, bastaba en todos los planos. De ahí que sus frutos fuesen la ineficacia económica y la autocracia propia de un caudillismo.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.
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