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Al chico del chándal gris

Carta a un migrante desde el barco de salvamento de Proactiva en el Mediterráneo

Un migrante eritreo se agarra a un bote salvavidas después de haber saltado al agua desde una patera durante esta operación de rescate, a 13 kilómetros al norte de Sabratha (Libia).
Un migrante eritreo se agarra a un bote salvavidas después de haber saltado al agua desde una patera durante esta operación de rescate, a 13 kilómetros al norte de Sabratha (Libia). Emilio Morenatti AP (AP)
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La luna brilla con luz trémula en las playas de las costas libias. Las ráfagas de viento empujan las corrientes de sur a norte. Como muchas otras noches, centenares de migrantes aguardan en silencio su salida en el puerto de Sabratha, una pequeña localidad costera a unos 80 kilómetros de Trípoli. Les espera una nueva etapa hasta Italia y saben que la travesía no será fácil.

Estamos en octubre del presente año y desde principios del mismo, más de 100.000 personas han huido de la guerra y la miseria, abandonando sus hogares para entregar su suerte a las olas del Mediterráneo.

Hace apenas un mes, tuve la oportunidad de formar parte, como socorrista, del cuarto equipo de salvamento y rescate de la ONG Proactiva Open Arms en las costas de Libia. Viajamos a bordo del Astral, un motovelero de recreo reconvertido en barco de rescate. La expedición la componían once tripulantes: capitán, cocinero, médico, marineros y socorristas.

Ha sido una misión cargada de emociones y tragedias, de historias que solo merecen ser contadas para evitar que se repitan. Hemos visto cómo el mar se llevaba a muchos mientras el mundo se giraba con indiferencia a sus espaldas; cómo los míseros abusaban sin clemencia de los vulnerables o, cómo los muertos se contabilizaban en cifras y se clasificaban por categorías. Hemos visto muchas cosas, es verdad, pero nunca nos acostumbraremos a ellas por mucho que se reproduzcan.

La historia que ahora relato es la historia de Abdul, Ayana o Jonas; la historia de millones de refugiados y migrantes económicos que todos los días escapan de sus países, personas que ante las bombas y la pobreza, eligen simplemente vivir.

Libia, un país que se desangra

Cinco años después del inicio del conflicto libio y del posterior derrocamiento del régimen de Gadafi, el país norteafricano sigue sumido en una situación de extrema inestabilidad política. Los continuos enfrentamientos entre las milicias y el fortalecimiento del Estado Islámico, hacen que hoy la vida en Libia sea casi imposible.

Claudia Pérez Galovart.
Claudia Pérez Galovart.Proactiva Open Arms

Pues bien, a pesar del permanente estado de violencia y de la ausencia de estructuras gubernamentales estables, la extensión de las costas libias y su estratégica localización geográfica, hacen que Libia sea un lugar de tránsito obligado para los miles de migrantes que cada día intentan cruzar Europa a través del mar.

Hace unas semanas, la coordinadora de las operaciones de Médicos sin Fronteras (MSF), señalaba que los migrantes cargaban con dos dramas: huir de sus países y su paso por Libia. Y es que su sufrimiento durante su estancia en ese país va más allá de los límites de lo humanamente imaginable. Retenidos, encarcelados, torturados y humillados, todos ellos han convivido con la violencia.

Recuerdo la cara de terror de Jonas, un joven eritreo al que rescatamos del mar. Con el rostro ensangrentado y palabras temblorosas, nos contaba que los traficantes le habían golpeado cuando trataba de evitar que su mujer fuese violada.

Los traficantes, el último eslabón de una estructura de violencia

La travesía por mar comienza, por lo habitual, en los pueblos costeros de Sabratha o Zuwara. Allí, cada madrugada, antes de la salida de las primeras luces del alba, cientos de personas, confundidas entre la esperanza de vivir y el miedo de morir ahogados, se reúnen con los traficantes para emprender su camino hacia la ansiada y a la vez temida Italia.

La mayoría de los migrantes proceden de Eritrea, Somalia, Nigeria, Siria, Bangladesh, Senegal, Sudán o Gambia. El precio del pasaje en barco oscila entre 500 y 3.000 dólares, dependiendo del tipo de embarcación —botes neumáticos o barcas de madera— y de su ubicación en la misma. Así, los embarcados con más dinero, viajan en la cubierta superior, mientras que los que tienen menos, se hacinan en inmundas sentinas en donde apenas hay aire para respirar.

No tenemos derecho a dejarlos solos

Los migrantes son víctimas de continuas añagazas y agresiones por parte de sus traficantes. En las barcas nadie les acompaña. No hay capitán, no hay tripulación, no hay nada. Son ellos mismos los que, con la única ayuda de un compás que ni siquiera saben utilizar y con la sola referencia de navegar "siempre rumbo al norte", les dicen, hasta toparse con unas "grandes luces en el horizonte", la de la izquierda, Lampedusa y la de la derecha, Malta. Capitanean las barcas hasta que, desesperados, se quedan abandonados a la deriva.

¡Malditos! Todo mentira. Ninguna de las informaciones que les proporcionan es cierta. Tanto Malta como Lampedusa se encuentran a más 150 millas desde la costa, lo que, en condiciones normales, supondría al menos un día y medio de navegación. Las luces que se vislumbran desde Libia no son otra cosa que plataformas petrolíferas en alta mar.

Me conmociono al recordar las imágenes de la primera barcaza que vi durante una operación de rescate. En ella, como si de mercancía desechable se tratase, viajaban hacinadas más de 700 personas. En la sentina, los aullidos se mezclaban con el olor a combustible y agua salada. Había bebés, mujeres embarazadas; niños que sin apenas saber lo que era la vida, habían vivido demasiadas veces la muerte.

Salvando vidas en el mar

Desde el verano de 2015, han sido numerosas las ONGs —Proactiva Open Arms, MSF, SOS Mediterranée, MOAS, Sea Watch, SeaEye, entre otras— que ante la cancelación de la Operación Mare Nostrum y la pasividad de las políticas de la Unión Europea, han decidido lanzar operaciones de rescate frente a las costas libias, en aguas internacionales, en lo que se conoce como zona de búsqueda y rescate (zona SAR, por sus siglas en inglés) a una distancia de 12 millas de las costas de Libia.

Estas operaciones se realizan bajo la coordinación del Centro de Coordinación de Salvamento Marítimo de Roma (MRCC por sus siglas en inglés). Cuando el MRCC recibe la llamada de emergencia de una embarcación, transmite las coordenadas a los equipos de salvamento presentes en la zona SAR que inmediatamente se dirigen al punto de peligro.

La rapidez de las alertas y la detección de las embarcaciones es fundamental, ya que el éxito de los salvamentos viene determinado por la capacidad de los equipos de actuar con celeridad.

Localizada la barca en apuros, la lancha RIB (bote inflable rígido), se acerca lentamente para iniciar las labores de rescate. Este momento es de extrema delicadeza pues cualquier movimiento brusco puede desembocar en tragedias fatales. Por ello, es esencial que la comunicación entre las personas que van a ser rescatadas y sus rescatadores sea calmada y se les trasmita que los equipos de salvamento se encuentran allí que para prestarles ayuda, que no serán enviados de vuelta al infierno del que proceden: Libia.

La autora durante una operación de salvamento.
La autora durante una operación de salvamento.Proactiva Open Arms

Una vez estabilizada la situación, se reparten chalecos a todas las personas que se encuentran a bordo y se procede a su traspaso a la RIB para posteriormente ser transportadas a Sicilia. La travesía tiene una duración aproximada de dos días. Al llegar a destino, son alojadas en los hot spots, centros de registro, en los que se les hace una primera identificación y se tramitan las demandas de refugio y asilo.

Resulta difícil olvidar el rostro de los niños durante los rescates, niños que te observan y sin intercambiar palabras, te piden auxilio con la mirada.

Recuerdo con nitidez lo que ocurrió al poco de llegar, en mi segunda operación de rescate. Se trataba de una lancha neumática con refugiados procedentes de Siria. Su embarcación había naufragado y cuando nuestro equipo llegó ya llevaban varias horas en el agua. Algunos se agarraban a cascajos de madera, otros a trozos de plástico sin apenas flotabilidad y algunos, pero muy pocos, tenían chalecos. El panorama era dantesco. Los gritos de pánico se sucedían, provenían de todos lados y el nerviosismo y la desesperación se expandían por el mar. Nos lanzamos al agua.

Esa mañana perdimos a seis personas. La espera había sido demasiado larga y el mar se los tragó sin clemencia. Pero también rescatamos a 21 personas que probablemente hubiesen muerto de no haber estado allí.

A veces, me resulta difícil asumir que la muerte no me impresionase más, a pesar de que nunca antes había visto morir a nadie. Pero es que cuando las personas son innominadas, sus fallecimientos se contabilizan en números, desligados de cualquier seña de identificación. “Mientras tanto, por los abismos azucarados de los puertos (…) un cuerpo rueda, una cosa sin nombre, un número caído, un racimo de fruta muerta derramada en el pudridero”, escribía Pablo Neruda.

Por eso, lo realmente impactante son las tragedias personales, cuando escuchas sus historias y cedes un espacio de tu corazón. En esos momentos sientes que el mundo es muy injusto y que la furia invade tu mente.

Operación Sophia, una operación de vigilancia y no de salvamento

La operación Sophia es una operación militar liderada por la Unión Europea que tiene como objetivo principal la erradicación de las mafias de migrantes presentes en el Mediterráneo.

Si bien es verdad que los buques militares en ocasiones se desligan del mandato que les ha sido asignado por la UE y en la práctica colaboran de forma puntual con las ONGs en las tareas de salvamento. Lamentablemente, su cometido no es otro que la vigilancia de fronteras.

Hoy, más que nunca, resulta necesario que la UE implemente medidas efectivas de salvamento y que asista a aquellos que buscan seguridad y protección. Las operaciones de búsqueda y rescate son exclusivamente medidas paliativas para cubrir la ausencia de vías seguras y legales, pero solo su puesta en marcha podrá detener o, al menos reducir, las muertes en el mar.

Si la UE sigue empeñada en invertir presupuestos millonarios en operaciones militares contra el tráfico de personas y se limita a entrenar a los guardacostas libios para mejorar la seguridad en las aguas territoriales, sin afrontar el problema de la inmigración en sus fronteras, continuará habiendo millones de desesperados que huyan de sus países. Y, mientras eso ocurra, existirán mafias implacables que jueguen con la ilusión de los más vulnerables.

Mediterráneo Central, una ruta destinada a cerrarse

Todo indica que las rutas migratorias están volviendo a modificarse, que pronto la ruta del Mediterráneo Central seguirá la misma suerte que la de los Balcanes. La operación Sophia está a punto de entrar en su segunda fase de implementación y los despliegues militares europeos son cada vez más patentes en las costas de Libia.

Aquel día no supe responderte. Si alguna vez pudieses leer esto, te diría que tus palabras son probablemente las más bellas que jamás me han dicho, que salvar vidas como la tuya hacen que todo esto merezca la pena

Al igual que cerraron la ruta de los Balcanes, impedirán el paso por la ruta del Mediterráneo Central. Pero nada los parará. Pronto, en Egipto, en Túnez, o en cualquier otro lugar del mundo, surgirán nuevos y más peligrosos caminos, y aún así, nuevos senderos de esperanza.

Mientras la guerra y la miseria existan, y el olor a comida llegue desde este lado del mar, seguirá habiendo valientes en busca de una vida más segura. Sería utópico pensar que vamos a cambiar el mundo o que con nuestras acciones convenceremos a aquellos que quieren pensar diferente. Sin embargo, en tanto que el Mediterráneo continúe sirviendo de puente entre dos mundos, seguiremos estando allí para salvar vidas, para salvar sueños. Y cada persona que saquemos del agua, cada niño que sobreviva llenará de sentido nuestro trabajo.

Mañana cientos de audaces volverán a reunirse en las costas libias para emprender su travesía a Italia. Es probable que algunos mueran. Pero lo que es seguro es que no tenemos derecho a dejarlos solos.

En ocasiones, cuando me acuesto, me vienen a la memoria las palabras de un joven de chándal gris del que ni siquiera conozco el nombre. Fue al terminar una operación de rescate, cuando transferíamos a los náufragos a un barco militar. Pausadamente, aguardó a que saliesen el resto de sus compañeros y cuando ya no quedaba nadie, se volvió tímidamente y me dijo: "you saved my life, thank you” (me has salvado la vida, gracias). No supe reaccionar. Solo le miré y sonreí. Reconozco que hasta ese momento ni siquiera había sido consciente de que le había sacado del agua.

No se cómo te llamas, ni de dónde eres, chico del chándal gris, pero cuando pienso en ti se me llenan los ojos de lágrimas. Aquel día no supe responderte. Si alguna vez pudieses leer esto, te diría que tus palabras son probablemente las más bellas que jamás me han dicho, que salvar vidas como la tuya hacen que todo esto merezca la pena.

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