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Tribuna
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Adiós al matrimonio

La desinstitucionalización formal de la convivencia en pareja es un fenómeno que refleja la profunda transformación de la sociedad. La soledad gana adeptos frente a quienes apuestan por una “relación libremente acordada”

EULOGIA MERLE

 En 1980, un 65% de las españolas de entre 20 y 34 años estaban casadas y tenían el 80% de los hijos nacidos ese año en España. En 2014 solo están casadas en un 22% y han tenido el 25% de los hijos. El descenso de la proporción de casadas en este grupo de edad viene siendo lineal desde hace 36 años. Actualmente, en la EPA II/2016, solo alcanza el 19%. Si continuase esta tendencia, en 2030 no habría ninguna española casada en estas edades.

En 2014, todas las españolas nacidas en España han tenido menos de la mitad de hijos que en 1976 (330.000, frente a 677.000). Los matrimonios celebrados por algún rito religioso son menos del 30% de los contraídos en el año 2015.

La desinstitucionalización formal de la convivencia en pareja es un fenómeno de cambio social que pone de manifiesto importantes procesos previos que se vienen dando en nuestras sociedades. Estos incluyen transformaciones en algunos de los elementos básicos de la organización económica y social, en las prioridades vitales y, consecuentemente, en las relaciones de parentesco, tanto en las funciones que están atribuidas a las familias como en su regulación jurídica. La explicación requiere tomar cierta perspectiva temporal y analítica, porque lo característico de ciertos procesos básicos en nuestro país es la tardanza en su comienzo y la rapidez en su desarrollo.

El paso progresivo y acelerado desde las redes familiares de dependencia hacia la construcción individual de trayectorias vitales “independientes” ha resultado posible gracias la caída drástica del riesgo empírico de muerte en periodos cada vez más largos de la vida de los humanos. Este alejamiento objetivo de la presencia de la muerte ha sido consecuencia de un conjunto de factores, entre los que destacan los estilos de vida con mejoras en higiene y alimentación, y la extensión progresiva de la sanidad basada en los avances de la ciencia aplicados a la medicina.

Los individuos han ido tomando conciencia —con un fundamento empírico sólido— de su alta probabilidad de una esperanza de vida prolongada. Eso ha alejado de sus cálculos vitales el tradicional riesgo inmediato de que el infortunio de una muerte anticipada quebrase su trayectoria, sus actividades presentes, y/o sus proyectos futuros. Hasta hace medio siglo, la continuación de esas trayectorias, actividades y proyectos se encargaba a padrinos, hermanos, esposos o descendientes.

El Estado ha conferido a las uniones consensuales prácticamente los mismos derechos

A medida que crece la “seguridad altamente probable de seguir vivo” se va volviendo más razonable dedicar los esfuerzos a construir una vida en la que la independencia respecto de los demás (incluso de los parientes) se convierta en el soporte en el que asentar el ejercicio de la libertad concreta. Pero para que esos proyectos vitales individuales sean viables, sin mayores dependencias familiares, se hace imprescindible que el resto de las funciones sociales y las dependencias personales básicas estén cubiertas, de forma que no provoquen la caída en otros tipos de riesgos.

Es sabido que una forma estándar de disminuir un riesgo es transferirlo a unidades más grandes. El Estado ha ido asumiendo una serie creciente de funciones familiares y proveyendo unos servicios que absorben esos riesgos (mediante unidades mucho más grandes que la familia) capaces de proporcionar los más diversos tipos de seguridad presente y futura (Seguridad Social, seguridad ciudadana, educación, defensa, rentas, seguridad jurídica en el ejercicio de los derechos…). De esta forma, ha ido sustituyendo a la familia como soporte central de la seguridad —de la objetiva y, progresivamente, también de la subjetiva— de las biografías de los ciudadanos en las sociedades avanzadas.

La infancia y la vejez son dos fases de la vida en las que la dependencia humana es ineludible. Parece claro que el Estado está en disposición de financiar prioritariamente la de la vejez. Y que la de los bebés, los niños —y, consecuentemente, la de sus padres—, está tan fuera de las atribuciones estatales que cuando se nombra “la dependencia” se da por supuesto que se trata de la de los mayores. En esta situación, los ancianos —emancipados por el sistema de pensiones— confían en mucha mayor medida en el Estado que en unos improbables cuidados recíprocos de sus tan “independientes” descendientes.

Una vez hecha esta transferencia de riesgos como proveedor de bienes y servicios, el Estado, esta vez como regulador, ha podido ir vaciando de derechos específicos al matrimonio como institución fundamental de apoyo a la reproducción, al conferir a las uniones consensuales prácticamente los mismos derechos, de filiación, económicos, fiscales, hereditarios, etcétera. Las escasas ventajas fiscales del “sector de la reproducción” confieren al Estado lo que he denominado (desde 1991) “el control fiscal de la natalidad”.

El emparejamiento y la maternidad son vistos como formas de dependencia abrumadoras

La preponderante valoración de la independencia individual hace que no se reivindique un mayor apoyo a una actividad colectivamente imprescindible, pero personalmente absorbente. En estas condiciones es previsible que el matrimonio pierda atractivo como vía de asunción del compromiso de estabilidad de la convivencia en pareja. Resulta preferible evitar la interferencia judicial en una eventual ruptura, más temida aún si incluye el enfrentamiento por la custodia de los hijos. E, incluso, se intuye que la vida sin convivencia en pareja pueda ser una opción mejor adaptada a la creciente centralidad de la realización personal y profesional.

Mientras, el ejercicio de la reproducción continúa encargado a una familia nuclear en la que el afecto se sigue considerando el sistema de incentivos más eficiente para la concepción y la crianza. Y en la que, cada vez en mayor medida, unos cohabitantes sin más vínculo que el de su “relación libremente acordada” puedan optar entre priorizar: o la mutua compañía para su realización personal, o la dedicación a la paternidad-maternidad, o procurar llevar a cabo ambas opciones de forma simultánea o secuencial.

Cambian las prioridades dando lugar al desprestigio del amor. Así, se propician biografías en las que se antepone el que las sucesivas relaciones colaboren y acompañen la consolidación profesional, pero que, en ningún caso, los sentimientos amorosos la puedan poner en cuestión. Incluso, se terminan prefiriendo los momentos disjuntos de compañía a las vinculaciones, para no comprometer la libertad vital cotidiana. El emparejamiento, el matrimonio, y más aún, la maternidad, se temen como formas de dependencia abrumadoras y prescindibles. Y se posponen. La soledad va ganando adeptos entre los que tienen los recursos suficientes para llevar una vida acomodada sin ninguna colaboración relacional.

Luis Garrido Medina es catedrático de Sociología en la UNED.

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