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Teshome: el hombre etíope que cose vidas

Más de 750.000 personas han llegado a Etiopía huyendo de la violencia o de la sequía que sufren en sus países. Así viven en el segundo campo de refugiados más grande del mundo

Una mujer refugiada junto a sus hijos en el campo de Melkadida.
Una mujer refugiada junto a sus hijos en el campo de Melkadida.SERGI CÁMARA
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Conocí a Teshome hace unos meses. Es etíope y tiene 50 años. Es profesor de las clases de costura que el Servicio Jesuita a Refugiados con el apoyo de Entreculturas desarrolla en el campo de refugiados de Dollo Ado, Etiopía. “Les enseño una profesión, me gusta pensar que luego podrán ser autosuficientes. Para mí la máquina de coser es como un coche, yo les enseño a conducir la máquina de coser para que luego puedan conducir su vida. He formado ya a 250 personas, que podrán dedicarse en su futuro a esta profesión. Vayan donde vayan después de aquí tendrán ese oficio siempre consigo mismos. Esto es algo que nunca jamás les podrán robar, quitar, o que nunca jamás podrán dejar atrás. Esos conocimientos irán con ellos siempre”, cuenta.

Como parte del equipo de comunicación de Entreculturas tuve la oportunidad de viajar a Etiopía junto al periodista de la Cadena Ser Nicolás Castellano y al fotoperiodista Sergi Cámara para conocer de primera mano los rostros y las historias de las personas que se refugian en Etiopía. Son muchas, más de 750.000. Han huido de la violencia o de la sequía que sufren países como Sudán, Sudán del Sur, Yemen o Somalia. Han llegado a Etiopía en busca de selam, que significa paz en amhárico, la lengua oficial de Etiopía. Es curioso, estado en el país me enteré que selam significa también hola. Un saludo que da la bienvenida a las personas refugiadas a la vez que invita a la conciliación de los países en guerra. Me parece precioso ese vínculo entre tener que huir y ser bienvenido en un país, entre violencia y paz.

Queríamos viajar al país para contar las historias de estas personas y llamar la atención sobre que el 80% de los refugiados que hay en el mundo, que son más de 65 millones, no están en las fronteras de Europa. Están en países como Etiopía, u otros limítrofes a zonas en conflicto.

Vamos al sur de Etiopía, a la frontera de Somalia, al campo de refugiados de Dollo Ado, el segundo mayor campo del mundo después del de Dadaab, en Kenia. Llegar hasta allí no es fácil. Nos desplazamos en el único vuelo humanitario de Naciones Unidas que sale cada día desde el aeropuerto de Addis Abeba, no sin antes pasar un arduo periplo de gestiones administrativas. En Dollo nos está esperando Abraham, director de proyectos del Servicio Jesuita a Refugiados. Nos da la bienvenida y compartimos un café y una injera (plato típico etíope) mientras nos cuenta el plan de viaje. El itinerario no es fácil, nos quedan dos horas de convoy y, una vez en el campo, es necesario pasar por las oficinas de ARRA (la agencia etíope para los refugiados) para solicitar el permiso de entrada.

El 80% de los refugiados que hay en el mundo, que son más de 65 millones, están lejos de las fronteras de Europa

El convoy sale rumbo a Dollo Ado, una vasta extensión que acoge a 214.896 personas que han ido llegando desde el año 2010 procedentes de Somalia. Tras estas dos horas de viaje a través de un paisaje desértico, nos topamos con el cartel que nos indica que hemos llegado. Vamos pasando los diferentes campos, ya que Dollo Ado está dividido en cinco núcleos; Hilaweyn, Bokolmanyo, Buramino, Melkadida y Kobe. Desde 2010 no han parado de llegar personas refugiadas, por eso se han tenido que ir construyendo diferentes núcleos para albergar a la población. Nosotros nos alojamos en Melkadida, dónde el Servicio Jesuita a Refugiados tiene sus proyectos con el apoyo de Entreculturas. Las personas que están en este campo abandonan Somalia por dos razones; la sequía que conlleva malas cosechas y, una situación de violencia generalizada que proviene de grupos armados (especialmente en territorios controlados por Al Shabaab). Muchos refugiados han perdido a miembros de su familia y sus medios de vida como consecuencia de la sequía, los ataques armados, los atentados o los saqueos.

Una vez llegamos a nuestro destino, la sensación es de estar lejos. Lejos de todo. En medio de la nada. Dollo Ado es un lugar escondido, recóndito. Ya es de noche y el generador de luz de la casa dónde estamos se apaga a las nueve de la noche. Así que, después de una cena compartida con el equipo del Servicio Jesuita a Refugiados, nos vamos a dormir.

Al día siguiente amanecemos a las seis de la mañana. Desayunamos y salimos hacía Melkadida, el segundo campo que se construyó y que alberga principalmente a personas que huyen de la sequía y de las malas cosechas de las regiones de Mogadiscio y Gedo. A día de hoy, este campo acoge a 45.377 personas. No es el campo de refugiados que todos tenemos en nuestro imaginario de casas de lona. Este campo ya tiene cuatro años y la sensación es de estar paseando por un pueblo, con sus pequeños negocios y sus casas de adobe. Las calles están repletas de niños y niñas; en Melkadida, el 66% de la población son menores de 18 años, están en la etapa fundamental para el desarrollo personal, por eso tenemos claro que la educación aquí, es clave. Visitamos los proyectos educativos de formación para adultos en oficios como la sastrería que enseña Teshome, o el diseño de tatuajes de henna o talleres de bordados, peluquería y fontanería. El espacio donde se desarrollan estas actividades es como un oasis en medio de ese desierto que es Dollo Ado. La escuela es ese lugar que normaliza un poco la vida de las personas que viven allí. No hay nada más que hacer allí. La sensación es de estar atrapados en el tiempo, de vidas estancadas, de relojes que han dejado de funcionar. En este contexto, la educación provee dignidad humana, el desarrollo de habilidades y un futuro para cuando abandonen el campo. Y es que, el tiempo medio de permanencia en un campo es de 17 años ¿alguna vez te has preguntado cuántas cosas has hecho tú en 17 años?

Visitamos las diferentes aulas, queremos hablar con los alumnos, queremos que nos cuenten su experiencia. En la clase de fontanería nos encontramos con Kalid Mahamed Nor, somalí de 19 años. Kalid huyó de su país el 30 de julio de 2010, recuerda la fecha perfectamente. Desde entonces está en el campo de refugiados de Melkadida: “La vida aquí es muy difícil, pero creo que si tenemos educación, tendremos un futuro, el futuro que nosotros queramos”. Por eso, Kalid asiste a las clases de fontanería que el Servicio Jesuita a Refugiados imparte en Melkadida.

Más de 75 millones de niñas, niños y jóvenes han visto cómo su educación ha quedado interrumpida o destruida por situaciones de emergencia o crisis prolongadas

En ese momento, Kalid me recuerda a los más de 75 millones de niñas, niños y jóvenes que han visto cómo su educación ha quedado interrumpida o destruida por situaciones de emergencia o crisis prolongadas. Él es uno de ellos. Por eso me dediqué yo al mundo de la comunicación y de la cooperación. Por encontrar historias, rostros que clamen justicia. Justicia porque, a pesar de esta realidad, menos del 2% de toda la financiación humanitaria anual se destina a educación desde 2010. Si todos los niños salieran de la escuela sabiendo leer, habría una disminución del 12% en los niveles de pobreza en todo el mundo. No sé si Kalid es consciente de la relación entre estos datos. Lo que sí que sabe es que la educación es fundamental. Estoy aprendiendo a montar baños, conductos de agua, duchas, grifos, sacar agua del suelo... Ahora puedo hacer pequeños trabajamos de fontanería aquí en el campo, pero en el futuro podré trabajar de esto vaya donde vaya o esté donde esté”.

Al día siguiente visitamos Kobe, otro de los núcleos que acoge a 43.775 personas. Allí conozco a Ibaadha Mohameed Hilowe, somalí de 45 años. Ella es una de las 10 personas que trabajan con el Servicio Jesuita a Refugiados en este campo ofreciendo acompañamiento psicológico a personas refugiadas. Ella les entiende bien porque ha pasado por lo mismo. Ibaadha tiene seis hijos y llegó a Melkadida hace dos años huyendo de la guerra y de la sequía que sufre su país. Al Shabab mató a su hijo de 20 años delante de ella. Ante la imposibilidad de tener una vida digna en Somalia, su marido salió del país hasta llegar a Melkadida, donde se juntaron después. Ibaadha dice: “No puedo volver a Somalia, allí no se puede vivir en paz. Aquí la vida es mejor para mis hijos, aquí hay paz, nadie te va a hacer nada. A pesar de que la sequía no nos da mucha comida y que las raciones son pequeñas, es suficiente para vivir en paz y tranquilos”. Dice también que está aburrida de estar en el campo: “Quiero irme a otros países, quizás a Europa”.

Ibaadha, me dice que en Dollo Ado está segura y tranquila aunque le gustaría poder salir del campo y buscar una vida mejor para ella y para sus hijos. Mientras tanto, está feliz ayudando a sus vecinos. A pesar de la situación, sonríe mientras hablamos. Muchos han perdido todas sus pertenencias, sus cosechas, sus ganados, en definitiva sus medios de vida. Fruto de la no aceptación de esta realidad sufren trastornos psicológicos como depresión, flashbacks o ansiedad. Necesitan apoyo psicosocial para poder entender su situación actual, asumir el cambio de vida que implica dejar toda su vida atrás. Sí ofrecemos educación tenemos que trabajar paralelamente el aspecto emocional.

Al día siguiente nos marchamos de Dollo Ado. Sobrevolando el campo no puedo dejar de pensar en lo fácil que es ser visitante sabiendo que en unas horas estarás en tu casa, rodeada de comodidades, mientras que personas como Kalid o Ibaadha no saben si alguna vez podrán volver a las suyas. Ni el artículo más exhaustivo daría para poder trasladar todas las historias que alberga el campo, pero en esta fotogalería podréis ver y leer algunas de ellas.

Dollo Ado es un lugar recóndito sí, pero es un lugar dónde las personas refugiadas encuentran un selam de bienvenida y un selam de paz, dónde personas como Teshome enseñan a manejar máquinas de coser que luego servirán para diseñar patrones de un futuro digno.

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