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DÍA DEL ORGULLO GAY
Tribuna
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28-J: Del orgullo al reconocimiento

Pese los avances en el terreno de la igualdad, perviven estructuras sociales y culturales que continúan generando odios y exclusiones

Participantes de la Marcha por el Orgullo Gay en la ciudad mexicana de Guadalajara.
Participantes de la Marcha por el Orgullo Gay en la ciudad mexicana de Guadalajara.Ulises Ruiz Basurto (EFE)

Stonewall, Orlando, tu ciudad, mi ciudad. Todos habitamos espacios en los que hoy continúa cultivándose el miedo al diferente, la negación del otro, el no reconocimiento del que rebasa la línea de la normalidad. Espacios habitados por seres vulnerables que nos piden a gritos que este año el 28 de junio sea una fecha más reivindicativa que de celebración. Las cada vez más preocupantes cifras de delitos de odio y discriminación, las tan frecuentes reacciones homófobas en las redes sociales o el aumento de los casos de acoso escolar basado en la orientación sexual o la identidad de género, nos demuestran que estamos lejos de la deseada igualdad, y que en incluso estamos asistiendo a un cierto retroceso con respecto a lo que pensamos que ya eran conquistas irreversibles. Las múltiples crisis que sufrimos están alimentando, como ha sido habitual en otros momentos históricos, la reivindicación extrema de un orden construido a imagen y semejanza de mayoría empoderada. Incluso en países como el nuestro, en el que es innegable el avance producido en la última década en cuanto a la protección jurídica del libre desarrollo de la afectividad y la sexualidad, la realidad se empeña en demostrar que en cuestión de derechos es imposible bajar la guardia.

Deberíamos empezar pues por asumir que no vivimos en el paraíso que un día soñamos. Que como mucho hemos alcanzado unos niveles mínimos de tolerancia, que siempre es perversa porque implica una relación jerárquica entre el “tolerante” y el “tolerado”, pero que aún no hemos alcanzado el reconocimiento como iguales de las múltiples maneras en que un ser humano puede expresar su identidad. Seguimos condicionados por un régimen heteronormativo que, en permanente alianza con el patriarcado, no solo prorroga la subordinación de la mitad femenina sino también la de todos los sujetos que desbordan el paradigma del varón heterosexual. Es fundamental, por tanto, que empecemos asumir que el movimiento feminista y el LGTBI luchan, o deberían hacerlo, contra un mismo opresor y que mejor nos iría a todas y a todos si aprendiéramos a tejer redes y alianzas.

Estamos ante una cuestión de ciudadanía y, por tanto, de exigencia democrática
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La asunción de que las raíces de la discriminación del colectivo LGTBI se hallan en ese heteropatriarcado que algunos se resisten a identificar, no sé si por ignorancia o por interés en mantener determinados privilegios, nos obliga a poner el foco en unas estructuras sociales y culturales que hoy continúan generando odios y exclusiones. De ahí que si bien las reformas jurídicas continúan siendo necesarias, deberíamos ir más allá y plantear una superación de un sistema que continúa clasificándonos en virtud de dualismos jerárquicos. Todo ello pasa por actuar de manera mucho más incisiva en ámbitos como la educación y la cultura, así como por el desarrollo de políticas sociales y económicas que distribuyan por igual identidad, participación y recursos.

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Por otra parte, no deberíamos olvidar que las siglas LGTBI encierran múltiples realidades y que, en consecuencia, cada una de ellas exige una atención específica y diversa. En este sentido, no podemos obviar la discriminación de tipo interseccional que sufren las mujeres lesbianas, como tampoco las singulares dificultades que sufre el colectivo trans ante un marco jurídico que continúa patologizándolo. De misma forma que deberíamos hacer visible como en muchos casos la respuesta a la intersexualidad acaba convirtiéndose en una auténtica mutilación genital. Todo ello nos obliga a reclamar no solo estrategias de resistencia sino también estructuras -políticas, administrativas, culturales– que no multipliquen la vulnerabilidad y que no olviden la debida conexión que debiera existir entre igualdad, bienestar y justicia social.

En definitiva, mientras sigamos amparando, y en muchos casos alimentando, un orden político y cultural basado en binomios que excluyen –masculino/femenino, heterosexual/homosexual– difícilmente superaremos la fase de la tolerancia. De la misma manera que hasta que toda la sociedad no asuma que estamos ante una cuestión de ciudadanía y, por tanto, de exigencia democrática, no podremos acabar con las víctimas que continúa provocando un régimen opresor. Celebremos pues, claro que sí, la diversidad gozosa del ser humano, el inevitable carácter fluido y hasta nómada de las identidades, pero no olvidemos en este 28 de junio que continúa siendo necesario pasar el orgullo a la acción política. O, lo que es lo mismo, de las banderas con el arco iris en los balcones al compromiso real de todas y todos, instituciones y ciudadanía, en la superación del miedo a la diversidad.

Octavio Salazar Benítez es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba y miembro de la Asociación Personas por la diversidad afectivo-sexual y de la Red Feminista de Derecho Constitucional.

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