Lepra: el estigma en la piel
Combatiendo supersticiones, maldiciones divinas y otros fantasmas entre los enfermos de esta enferrmedad en Etiopía
Muchos años después, apoyado contra la verja de madera de su casa, Bekele recordaría el día en que sintió los síntomas de la lepra por primera vez. “Me quemaba la piel de las manos. Comencé a perder la sensibilidad en los dedos. No podía trabajar, no podía dormir”. Ha pasado casi medio siglo, pero Bekele todavía conserva vívida la memoria de aquellos días.
Hijo de granjeros y tercero de ocho hermanos, a diferencia de él sus familiares sí supieron reconocer en su piel los síntomas de la lepra. Fue entonces cuando le llevaron a la aldea de Gambo, donde una orden religiosa gestionaba una leprosería. Tan solo tenía 16 años, pero ya nunca volvería a salir de allí. “Hace años que estoy curado, pero ahora esta es mi casa. Aquí soy como los demás, aquí no soy diferente”. En su voz se adivina la resignación de quien ha aprendido a convivir con la amargura.
El Hospital Rural de Gambo podría decirse que está situado en mitad de ninguna parte. Un único autobús destartalado lo comunica con Arsi Negele, una polvorienta ciudad en la región de la Oromia etíope. En total, la distancia del trayecto ni siquiera alcanza los 18 kilómetros, pero el trayecto puede prolongarse durante más de una hora, dependiendo de la pericia del conductor para atravesar la ristra de baches y socavones a la que llaman carretera. El final de la misma marca metafóricamente también el final del camino y, desde ahí, el viajero debe cubrir andando una distancia considerable hasta alcanzar el hospital que se encuentra en lo alto de una de las muchas colinas que esculpen el paisaje de la región.
El hospital de Gambo se ha convertido en refugio para los leprosos, un lugar donde pueden vivir tranquilos a sin ser juzgados
Un recién llegado podría preguntarse qué sentido tiene construir un hospital en una zona tan aislada, pero los más veteranos conocen bien la respuesta: aquí, en mitad de la nada, es donde las familias venían a abandonar a sus leprosos años atrás y, aquí, en mitad de la nada, se fundó la leprosería de Gambo hace más de seis décadas. Pronto, las noticias sobre el centro se extendieron y comenzaron a llegar pacientes de las regiones vecinas para curarse. En la actualidad, la leprosería ya no es una leprosería sino todo un hospital de referencia en la región, y la colina de Gambo ya no es simplemente una colina sino que a su alrededor ha florecido una aldea donde viven los antiguos internos y exleprosos que, pese a estar ya curados, llevan grabado sobre la piel el estigma que les impide regresar a sus poblaciones. Gambo se ha convertido en su refugio, en el lugar donde pueden llevar una vida tranquila sin ser juzgados por su aspecto. Muchos han conseguido trabajo como personal de mantenimiento o de seguridad en el propio hospital.
Y es que, al contrario que otras enfermedades, uno de los principales problemas a los que se enfrentan los afectados por la lepra es al estigma social invariablemente asociado a su enfermedad y que, en muchos casos, tienen un efecto más nocivo para el que los sufre que los propios síntomas de la misma.
Hoy, en Etiopía se diagnostican casi 5.000 casos nuevos de lepra cada año y se estima que más de 30.000 personas viven con discapacidades permanentes asociadas a la enfermedad. Las cifras, aunque elevadas, son conservadoras y desde la Organización Mundial de la Salud se teme que el número real de afectados pueda ser de hasta nueve veces superior si el Gobierno llevara a cabo técnicas más fiables de detección y búsqueda de nuevos casos. En varias regiones del país, entre ellas la Oromia, donde se encuentra el Hospital Rural de Gambo, la lepra se considera endémica. Aún así, sigue estando rodeada por una atmósfera de ignorancia, temor, mitos y supersticiones que suponen un obstáculo tanto para el diagnóstico como para el tratamiento eficaz de la misma.
Hoy Bekele puede decir que lleva una vida normal, pero no siempre fue así. Fue estigmatizado y abandonado por sus seres queridos por el simple hecho de estar enfermo. “Los primeros días en Gambo fueron muy duros para mí. Mi familia, mis amigos, toda mi aldea… Me habían rechazado. Tenía mucho miedo, no sabía que iba a pasar”. Pero el hospital le facilitó el tratamiento necesario para superar su enfermedad y se convirtió en su nueva familia. Pese a que la lepra le iría robando pedazos de su cuerpo durante los próximos años, nunca pudo quitarle su buen humor y optimismo. Bekele comenzó a trabajar como traductor del personal sanitario extranjero del hospital y se estabilizó en la aldea junto con otros afectados por la lepra ya curados. Allí conoció a Cissay, otra paciente de lepra, y se casaron. “Habíamos vivido lo mismo, la misma marginación, el mismo olvido por parte de nuestras familias. Nos entendíamos”. No disimula el orgullo que siente cuando nos cuenta que es padre de tres niños y una niña que han crecido sanos y sin el menor atisbo de la enfermedad de sus padres.
Poco después llegó la llamada desde la capital, Addis Abeba. La Asociación Nacional Etíope para Ex-Pacientes de Lepra (ENAELP, por sus siglas en inglés) organizaba unos talleres de formación y sensibilización sobre la enfermedad y buscaban pacientes que pudiesen llevar el mensaje hasta sus comunidades. El nombre de Bekele, que logró alcanzar la educación secundaría antes de que comenzaran sus síntomas, había llegado hasta sus oficinas. Desde entonces, lleva años ejerciendo como líder en su comunidad, donde comunica, explica y, sobre todo, lucha por derribar barreras y desterrar fantasmas. “En Etiopía todavía queda mucho, muchísimo por hacer hasta acabar con los falsos mitos que acompañan a esta enfermedad”, dice Iñaki Alegría, portavoz de la ONG Alegría Sin Fronteras, actualmente promoviendo un proyecto de empoderamiento entre pacientes dirigido por el propio Bekele.
Todavía hoy muchas personas en Etiopía siguen pensando que la lepra es hereditaria o incluso una maldición divina tal y como aparece en la Biblia
Causada por una bacteria, la lepra es una enfermedad infecciosa que afecta principalmente a la piel, nervios periféricos, ojos y vías respiratorias. Pese a lo que comúnmente se cree, la probabilidad de contagio es muy baja y es necesario un contacto muy estrecho con la persona infectada. En la actualidad, la mayoría de las discapacidades que provoca son prevenibles si la enfermedad es identificada de forma precoz y se proporciona al paciente el tratamiento adecuado. Sin embargo, el desconocimiento sobre la enfermedad hace que todavía hoy muchas personas en Etiopía sigan pensando que es hereditaria o incluso una maldición divina tal y como aparece en la Biblia.
Es el caso de Zenabech, a quien parece que la muerte le sigue los pasos desde hace años. Indestructible, esta anciana de aspecto frágil no sabe cuantos años tiene, pero sí recuerda que llegó al hospital de Gambo cuando todavía era una adolescente. Nacida en el seno de una familia acaudalada, la enviaron a una clínica privada de la capital cuando surgieron los primeros síntomas. Sin embargo, tras el diagnóstico médico, su familia la sacó del hospital y la encerraron lejos de las miradas ajenas en un intento de ocultarla al resto de los vecinos. Al calvario del encierro le siguieron las visitas de médicos tradicionales, curanderos y demás farsantes que la hicieron tragar todo tipo de pócimas. "Para sacarme el Diablo de dentro", cuenta. Cuando la situación se hizo simplemente inmanejable, su familia se deshizo de ella abandonándola en Gambo. Por desgracia, para entonces ya era demasiado tarde y el valioso tiempo para el diagnóstico temprano se había desperdiciado en exorcismos. Es la paciente más veterana del hospital, pero nunca ha recibido visitas. “No tengo a nadie, solo al hospital”.
Desgraciadamente, el de Zenabech no es ni mucho menos un caso aislado. Para muchas mujeres, al estigma de la lepra se le suma la discriminación por razón de género. Un informe reciente publicado por la Federación Internacional de Asociaciones Anti-Lepra (ILEP, por sus siglas en inglés) y la asociación Fontilles denuncia el diagnóstico especialmente tardío entre mujeres y niñas, lo que les deja en una situación de mayor riesgo de desarrollar una discapacidad de por vida. El miedo a que el estigma de la lepra lleve al rechazo de la familia es tal que muchas mujeres y niñas esconden los síntomas hasta que la enfermedad se hace evidente a simple vista y las lesiones son ya irreversibles.
“Simplemente, nadie quiere hablar de este tema”, sentencia con firmeza Jonas Antonios, el enfermero encargado de los pacientes de esta dolencia en Gambo. “Para el gobierno, los enfermos de lepra son literalmente invisibles”. Critica que pese a que cada año se diagnostiquen miles de casos, muchos centros de salud del país sigan careciendo de los medios para detectar la enfermedad de forma fiable y que, a consecuencia, en muchos casos los pacientes reciben una prescripción errónea agravando así su enfermedad. De todas formas, Jonas tiene claro donde está el frente en la batalla contra la lepra: “mientras el estigma no se elimine, la lepra permanecerá”. Lo dice con el cansancio de quien ha visto repetirse el mismo error una y otra vez sin poder hacer nada para evitarlo. “El problema es que muchas familias, cuando sospechan que alguno de sus miembros puede tener lepra, lo esconden en la casa en lugar de acudir a un médico por miedo a que sus vecinos les repudien”. Según Jonas, de entre todas las opciones para encarar la enfermedad esta es la más común pero, desgraciadamente, también la peor. “Cuando escondes a alguien infectado en casa no solo le privas a él del tratamiento, sino que además multiplicas el riesgo de contagio entre quienes viven en esa casa. Al final, cuando ya es demasiado tarde, les abandonan aquí”.
Pero no todo son malas noticias. Por fortuna, parece que la sociedad etíope va cambiando lentamente su forma de manejar la enfermedad, especialmente entre las generaciones más jóvenes. La educación y sensibilización han sido clave para conseguir este cambio. Ibrahim, de 28 años, afronta con total normalidad su enfermedad. Después de visitar varios centros de salud donde no supieron ayudarle más allá de vendarle las úlceras, está contento de haber llegado al hospital de Gambo donde por fin le han dicho qué le pasa. “Si han descubierto lo que tengo, también sabrán cuidar de mí”, afirma mientras realiza sus ejercicios de terapia y recuperación a los que acude puntual cada día. Cuenta las horas para volver a casa a descansar con su familia, que le apoya y le echa de menos. A la pregunta de cómo ve el futuro después del diagnóstico, responde optimista: "Bien, siempre y cuando siga teniendo buena salud". Así sea.
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