Perdido
Ese sentirse solo en la vida e imaginar que va a ser para siempre y que quizá te rapte algún hombre malo
Por la megafonía de la Feria del Libro de Madrid anunciaron que Leo, un niño de tres años, se había perdido. Desde la caseta en la que firmaba ejemplares de mi novela, percibí que la atmósfera se ensombreció como si una nube se hubiera instalado de súbito sobre nuestras cabezas. Los curiosos dejaron de hojear títulos y las cajas registradoras dejaron de sonar. Había quien se identificaba con la angustia de los padres y quien lo hacía con el terror del crío. Yo pertenecía a estos últimos. Me imaginaba en aquel espeso bosque de piernas adultas, tratando de reconocer los zapatos de papá o mamá, quizá sus pantalones o su falda, y tal era mi susto que ni siquiera me quedaban arrestos para llorar.
Claro que también me puse en el lugar de los padres. Tengo hijos a los que vigilaba de manera obsesiva, cuando eran pequeños, en las grandes aglomeraciones. Bastaba perderlos de vista durante dos segundos para que el corazón se mudara a la garganta. Pero por más que intentaba hacerme cargo del desasosiego de los mayores, siempre regresaba al terror del niño. Ese sentirse solo en la vida e imaginar que va a ser para siempre y que quizá te rapte algún hombre malo y que comiencen a ocurrirte las cosas que les ocurren en los cuentos a los niños perdidos. Convertirte de repente en un personaje de cuento. Trasladarte a la ficción sin haber tenido tiempo de conocer la realidad.
A los pocos minutos, la megafonía anunció que Leo había aparecido, lo que provocó un aplauso espontáneo de la gente. La atmósfera opresiva desapareció y todo el mundo volvió a la actividad en la que permanecía congelado desde que saltara la noticia. Me pregunté cuántos visitantes sintieron alivio por los padres y cuántos por el niño. O sea, por mí.