Cannes, hoguera de vanidad
El certamen más importante del mundo es el mayor bazar cinematográfico, una megatienda de derechos de películas que cada año genera unos 1.000 millones de euros
Esa que ven acercarse por La Croisette es Loulou reivindicando su nombre con ese toque genial, rescatado de aquel inolvidable eslogan de perfume en los odiosamente lejanos ochenta: “Loulou, c’ est moi!”. Se dispara su risa nerviosa desde debajo de su boina negra. Loulou, a secas, dejó atrás los sesenta con la lozanía de una vieja adolescente y ha venido desde Niza como cada mayo, y como cada mayo se instala enfrente del Palacio de Festivales de Cannes —Le Palais, para los viejos del lugar— a la caza de un autógrafo, un selfie, una sonrisa, un algo. “Mire… pase envidia”, y abre el cuaderno por el que desfilan las firmas o las fotos de Alain Delon, Sophia Loren, Brad Pitt, Salma Hayek… Loulou vive el Festival desde su silla plegable —amarrada por las noches con un candado del tres— y asiste cada tarde a la celebérrima subida de escaleras previa a la sesión de gala. Como otros 100 o 150 fieles que cada día se plantan aquí desde cinco o seis horas antes de la llegada de los dioses y las diosas, ve desfilar de cerca las limusinas Mercedes de cristales tintados, los collarones de Chopard, los Jimmy Choo en los pies de la aristocracia cinematográfica, los vestidos de Dior y los esmóquines de Armani envolviendo los cuerpos gloriosos y se dice: “Aaah, esto es Cannes”. Y es que esto es Cannes: no solo películas. ¿Para qué sirve un festival así? Para que el último cine mundial tome carta de naturaleza en forma de estreno, claro que sí, pero también para que una ciudad como Cannes triplique su número de habitantes durante 12 días (de 70.000 a 200.000) y reciba un impacto económico cifrado en cerca de 100 millones de euros y para que productores, distribuidores, exhibidores y programadores abrochen con estilográficas de pedrería los más suculentos contratos que quepa imaginar… esos que, en cierto modo, marcarán el devenir del gran negocio del cine en el año que sigue.
El Mercado del Cine de Cannes (Marché du Film) extiende, en los sótanos del palacio de Festivales, sus 13.000 metros cuadrados de fábrica de los sueños… de los sueños de hacer dinero. Así que, si uno se cansa de tanta intensidad y sobredosis de autoría arriba (en las salas Lumière, Débussy o Bazin, donde se desarrolla la programación oficial del festival) puede bajar las escaleras mecánicas y sumergirse en una selva de pósters, folletos, azafatas, azafatos, monitores escupiendo tráileres, ejecutivos llegados desde 120 países y docenas de cabinas diminutas donde podrá asistir al nuevo porno coreano, el último pseudoblockbuster de catástrofes o ese joven-director-filipino-que-será-el-nuevo-Godard. Las proyecciones también tienen lugar en varias salas de cine de la ciudad.
Estamos en el mayor bazar cinematográfico del mundo, una megatienda de derechos de películas que genera cada año unos 1.000 millones de euros. India, Sudáfrica y Corea del Sur son los países que más han intensificado su presencia en los últimos tres años en esta meca del negocio del cine. Por supuesto, las grandes operaciones de verdad no se cierran en sitios tan vulgares como una cabina de proyección a 26 grados o una brasserie de 20 euros el menú del día. Como se comprenderá, cerrar un acuerdo de ventas internacionales para una gran producción —Stan & Ollie, póngase por caso (con Steve Coogan y John C. Reilly en los papeles de los adorables Stan Laurel y Oliver Hardy)— requiere escenarios dotados de mayor sofisticación. Un alto ejecutivo de la BBC no se va a jugar varios millones de libras en un antro. Para eso están las reuniones en algunos de los mareantes yates privados que durante estos días fondean en la bahía de Cannes. O las suites del Carlton, el Martinez o el Hotel du Cap, a no menos de 3.000 euros el día. Pero ¿qué es el chocolate del loro para los dioses del parné? O mejor aún: la Cinémathèque Diane, una sala de proyección privada escondida en las alturas del Majestic y donde el productor, distribuidor y fundador de Miramax Films Harvey Weinstein suele invitar a dos de sus mayores aficiones: las películas y las botellas de champán vintage. Su alquiler para dos horas vale 5.000 dólares. (unos 4.400 euros). Claro que para lujos, la penthouse suite del Majestic se va de los 40.000 euros. Algo solo al alcance de algunos… como la actriz Salma Hayek y su marido, el magnate del lujo François Pinault, que pernoctaron durante varias noches del festival de 2011 en tan codiciadas alturas.
Hay cerca de 40.000 acreditados, de los cuales 4.600 son periodistas. Generalizando, estos quieren entrevistar a las mismas estrellas. Se ha entendido: por cuestiones de tamaño, no es posible. “Quien de verdad se lo pasa genial en Cannes es mi mujer… yo salgo del avión, me llevan a un hotel y lo único que hago durante tres días es atender a periodistas, yo creo que más o menos a razón de uno cada 20 minutos…”, declaraba el otro día en Cannes Woody Allen antes de presentar Café Society, su nueva película y la número 13 de sus comparecencias en el festival.
Por eso, existe algo así como una aristocracia del acreditado, y eso depende del dichoso color que la organización haya decidido conceder al afortunado… o al pobre diablo. El blanco es la gloria, el rosa con círculo amarillo es un salvoconducto para casi todo, el rosa a secas está bien, el amarillo es preocupante y con el azul tienes garantizados unos bonitos días en el infierno. De hecho, ni siquiera el acceso a las ruedas de prensa está garantizado: la inmensa mayoría de los informadores escuchan las ocurrencias de Kristen Stewart o de Steven Spielberg sentados en el suelo delante de un monitor, cuando no en la habitación de su hotel. Las colas para ver una película de la sección oficial son un espectáculo en sí mismas. Pueden durar una hora y media y serpentean por varias zonas del palacio de Festivales, según el grado de estrellato del autor en cuestión. No es esta, la 69ª, una edición cualquiera de Cannes. Los atentados de noviembre en París, donde murieron 137 personas y 415 resultaron heridas, marcó a la sociedad francesa de forma traumática, y el mayor festival de cine del mundo no quedó fuera del trauma.
Es esta también la edición del desembarco de Amazon, que produce cinco películas, incluida la de Woody Allen. El año próximo será el de la incorporación de Netflix.
El productor Harvey Weinstein alquila un cine por 4.400 euros dos horas. Salma Hayek se hospedó en un ático de 40.000 euros al día
Junto a todo esto, hablar de la presencia en La Croisette de gente como Marion Cotillard, Iggy Pop, Isabelle Huppert, Léa Seydoux, Julia Roberts, George Clooney, Juliette Binoche, Jodie Foster, Pedro Almodóvar o Loulou, la cazaautógrafos, puede resultar frívolo. Ellos se plantarán estos días el reglamentario esmóquin, ellas el obligatorio vestido largo… aunque hubo excepciones a la regla, claro: ni Picasso en 1953 (acudió con una chaqueta de piel de cordero) ni Madonna en 1991 (embutida en un corsé de Gaultier) se plegaron a las instrucciones del festival. Este año ha sido Julia Roberts quien se ha saltado el protocolo pisando descalza la alfombra roja. Frivolidad, banalidad, lentejuela. Pero, ¿qué otra cosa es Cannes sino la inmensa e imparable, insoportable y fascinante, fábrica de frivolidades? ¿Qué sino la gran fábrica de los sueños… del cine… y el dinero?
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