Condemor
El que fuera el amo del cotarro, en trance está de dar de nuevo con sus huesos en el trullo
Érase una vez un tipo alto, guapo, rumboso, malote de jeta sin dejar de ser el marido, el yerno y el padre perfecto. Un morenazo de ojos verdes capaz de abducir a las señoras y a los señores por la fachada y el pico de oro y la cuenta que les tenía a todos. Un pavo real más listo que el hambre que nunca pasó de niño, una lumbrera con terno de tres piezas, el eterno número uno en las oposiciones de la vida, el macho alfa de la manada. El triunfador nato, el banquero del siglo, el icono de masas que puso de moda las sevillanas, los caracolillos pegados al cogote y los náuticos sin calcetines para entrar y salir del barco. El mismísimo amo del cotarro hasta que le vinieron mal dadas, le trincaron las trampas y todos los que le tocaban las palmas con lo guapo que era y el tipo que tenía se pusieron a la cola para pasarle las facturas atrasadas. No pudieron con él ni tamaño oprobio ni los rigores de la trena. Se hizo el amo del calabozo. El amigo de asesinos y buscavidas. El líder irredento hasta en el infierno. Fue allí, entre rejas, donde vio la luz, y, al salir, quiso iluminarnos a todos. Ahí seguía hasta ayer mismo, perdonándonos la vida desde sus púlpitos, dándonos lecciones de decencia, sermoneándonos con santa paciencia, todavía estupefacto porque no nos hayamos dejado salvar por su desinteresado amor al prójimo.
Dicen que han vuelto a descubrirle de marrón el truco al mago. Da de nuevo con sus huesos en el trullo con 67 años, el erecto espinazo en declive y sus dos hijos emplumados. Encogía el alma verle enjaulado en el coche de la pasma, en plena Feria de Abril para más inri, las cejas de rapaz alicaídas, la frente de lince marchita y la apostura de depredador reducida a los filos de su exquisita calavera. Qué pena que Chiquito de la Calzada, ese antropólogo disfrazado de payaso, haya decidido colgar los hábitos. Chiquito, vuelve, fistro. Ahí tienes a Condemor, el pecador de la pradera en persona.
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