Mantener el rigor
Las estadísticas de tráfico inquietan; hay que revisar a fondo la política vial
Los trágicos accidentes de carretera de las últimas semanas en Tarragona y Pontevedra reabren el temor a que vuelva a crecer la siniestralidad del tráfico después de varios años de descenso continuo gracias a una política vial rigurosa. Las estadísticas parciales no son tranquilizadoras; aunque se trata de cuentas provisionales, pendientes de un balance definitivo, lo cierto es que durante los últimos meses se aprecia un aumento de siniestros y de fallecidos. Aparte de las pérdidas humanas, cuya responsabilidades atribuirán los jueces, se trata de saber si la política de tráfico, un éxito reconocido a partir de 2004, mantiene su eficacia relativa o bien debe ser renovada con otras orientaciones.
Al menos desde mediados de 2013 se aprecia una pérdida paulatina de efectividad en las políticas de control del tráfico por carretera. Sea porque ha pasado el primer impacto de sanciones como la retirada del carné por puntos, sea porque la vigilancia de las carreteras ha disminuido, el descenso de la siniestralidad se ha detenido y, probablemente, estemos ante un cambio de tendencia... a peor.
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La política de tráfico de los últimos años ha consistido en aumentar la presión sobre el conductor; se le hizo saber que en caso de incumplimiento de las normas de tráfico la sanción era segura, drástica e insoslayable. Además, se insistió en la disminución de la velocidad, un factor muy obvio de reducción de accidentes —a menos velocidad, más capacidad de reacción tiene el conductor y menor es el daño en caso de colisión—, aunque no es el único. El exceso de velocidad generalizado en las carreteras era un problema grave que había que corregir y, con excepciones (todavía hay quien conduce a 297 kilómetros por hora), se ha conseguido.
La presión para que el conductor respete las normas de velocidad y adelantamiento en carretera debe mantenerse, por supuesto. La Dirección General de Tráfico tendrá que aclarar si en los últimos años se ha conservado o si los conductores perciben que el control (sanciones, radares, presencia policial) se ha relajado. En cualquier caso, la siniestralidad depende también de otros factores más difíciles de corregir sobre los que no se actúa con contundencia. No basta con trasladar los radares móviles a la red de carreteras nacionales; hay que reformar la red a fondo, tanto en trazado como en calidad del firme. Tener un radar móvil en una secundaria no mejora el trazado de una curva imposible; tampoco evita los daños que el asfalto en ruinas produce sobre los automóviles. Pero hay responsabilidades evidentes, aunque nadie asume el deplorable estado de la red secundaria. Todo cae en el saco de la falta de inversión.
Hay que actuar, por supuesto, sobre los sistemas de calificación del conductor. Hay autoescuelas que caen con frecuencia en la rutina y no preparan a los alumnos para afrontar situaciones inesperadas o de riesgo; en cuanto a los test psicotécnicos, sencillamente no garantizan satisfactoriamente la capacidad del conductor. Todo esto, además de la edad del parque automovilístico, tiene que revisarse a fondo por equipos adecuados, extraer conclusiones y obrar legal y económicamente en consecuencia.
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