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Tribuna
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La devolución del enigma

La hegemonía de los manierismos vanguardistas del siglo XX ha llevado a confundir lo que es el arte con lo que vale en la feria de las vanidades y de las codicias. Frente a ellos, en el XXI hay que reintroducir al hombre en el arte

Rafael Argullol
EDUARDO ESTRADA

En el libro Conversaciones con Picasso, el gran fotógrafo Brassaï relata una anécdota, ocurrida en el diciembre de 1946, que resulta interesante recordar ahora que los medios de comunicación, a raíz de recientes subastas con precios exorbitantes, han insistido, una vez más, en identificar el valor del arte con lo que vale una obra de arte en el mercado. Es una historia, bien conocida por muchos, que se desarrolla en el París recién liberado. Picasso recibe al importante marchante neoyorkino Samuel Kootz, el cual tiene la pretensión de organizar una exposición picassiana en su ciudad, en presencia de Sabartés y de Brassaï, quien está fotografiando esculturas del artista malagueño. Kootz, ávido por ver y comprar obras de este, recorre el gran estudio de la calle Grands Augustins para examinar la última producción. Ha llegado a París con enormes expectativas: “I want to see Picasso! Now! Now! I am in a hurry!”.

Recorre el espacio a grandes zancadas. Observa mucho, compra menos de lo esperado, se decepciona más de lo previsible. Él, que habla de Robert Motherwell, William Baziotes, Carl Holty o Adolph Gottlieb como de su “cuadra”, encuentra demasiado figurativo el estilo de Picasso. A este le repite que sus obras son formidables; sin embargo, se vuelve hacia Brassaï y le dice: “I don’t like them very much, they are not abstract enough!”. Jean Cocteau, siempre cáustico, resume bien esta visión: “¡Los pobres chiquillos de Nueva York! Reciben una azotaina si se atreven a dibujar algo reconocible. Los educan para lo abstracto desde la cuna”. Samuel Kootz tiene claro que esta será la tendencia del futuro. La pintura será abstracta, o no será.

Parece que Picasso quedó verdaderamente afectado por lo sucedido, pero, en efecto, fue Kootz quien tuvo razón, si exceptuamos el tangencial reinado de los Andy Warhol, y si tener razón significa tener “éxito”, sobre todo comercial, aunque también académico. No obstante, ¿cómo podemos juzgar el relato de Brassaï desde la perspectiva actual, setenta años después? Podemos darle la razón a Kootz mientras, simultáneamente, podemos comprender la radical sinrazón que su postura —e impostura— anunciaba.

Vaya por delante que defiendo sin reservas el gran abstraccionismo del siglo XX, el que se enraiza en Kasimir Malevich, Vassily Kandinsky o Mark Rothko. Lo considero una revolución espiritual que se engarza con las grandes revoluciones espirituales de la historia del arte, equiparable incluso al gran viraje lingüístico del Renacimiento. Lo mismo me ocurre, en música, con las propuestas de un Arnold Schönberg y un Alban Berg, o, en literatura, con James Joyce y Samuel Beckett, o, en arquitectura, con Adolf Loos y el esfuerzo de la Bauhaus.

La desfiguración fue, y es, necesaria, pero persistir en ella lleva a la deshumanización

En todos estos caminos dispares late un esencialismo catártico que limpia el arte de sus excesivas retóricas, sean estas historicistas, sean alegóricas u ornamentales. La desfiguración del arte fue, y es, necesaria contra el excesivo peso de una figuración abigarrada y, a menudo, huera. Sin embargo, la frontera peligrosa de la desfiguración permanente del arte ha sido la deshumanización de este, horizonte que Ortega y Gasset ya advirtió en parte pero al que, por razones cronológicas evidentes, no pudo asistir.

No obstante, setenta años después del encuentro entre Picasso y el marchante Kootz, nosotros sí podemos tener una idea del peligro de traspasar aquella frontera de la desfiguración permanente del arte. La hegemonía de los manierismos vanguardistas en la segunda mitad del siglo XX ha tenido consecuencias bien patentes en el momento de confundir lo que es el arte con lo que vale en la feria de las vanidades y de las codicias. Pero me parece que esto es menos importante que el desconcierto provocado a la hora de calibrar la relación entre lo que consideramos la condición humana y lo que llamamos arte. Si entre estos dos términos no hay relación alguna, entonces, ¡bienvenida la confusión que sustituye la esencia por el valor, y que identifica el valor con la transacción! No obstante, si, por el contrario, se comparte la creencia de que el arte es una forma de mediación —con múltiples máscaras, eso sí— entre el ser humano y sus enigmas, el ángulo de enfoque tiene que ser, a la fuerza, otro.

El arte no está guiado por un formalismo vacío sino por la necesidad de expresar lo inexpresable

Como los —por llamarlos de alguna manera— esencialismos musicales, literarios o arquitectónicos, los abstraccionismos pictóricos fueron, en su origen, un extraordinario viaje al corazón del enigma del hombre y una exploración de todas sus metamorfosis. Baste un ejemplo que, a mí, me sirve para todos los lenguajes artísticos. Cuando Kasimir Malevich pinta el Círculo negro sobre blanco lleva, probablemente sin saberlo, a la práctica lo que reclamaba Leonardo da Vinci en el Tratado de pintura: la intuición pintada de un punto que contiene todas las formas de la existencia. Y en el punto, en efecto, están todas las posibilidades de la existencia. Incluso podríamos decir: todas las existencias. El Big Bang que genera los universos. Esta era la revolución espiritual del abstraccionismo. La búsqueda de la figuración total. Como Leonardo y Malevich, desde el punto, querían llegar a la plenitud de los mundos.

Estas son, asimismo, la raíz y la dinámica vanguardistas en las que se desarrolla el proceso de la abstracción. El arte no está guiado por un formalismo vacío o por un esteticismo ajeno a las conmociones de la conciencia sino por la necesidad de indagar en los fondos del sentir humano. Así, manifiestamente, lo expresa uno de los más exigentes textos que jamás se hayan escrito sobre la cuestión, Lo espiritual en el arte, de Vassily Kandinsky, una meditación y también un ensayo en los que el artista ruso se interroga sobre la gran paradoja del arte en general, hacer expresable lo inexpresable, y de la pintura en particular, volver visible lo invisible.

No obstante, el manierismo retórico anunciado, voluntaria o involuntariamente por Kootz, condujo al arte en la dirección contraria. Las obras de este arte eran idóneas para especular en las aulas o para ser colgadas en el dédalo interminable de los museos de arte contemporáneo pero poco aptas, por inanes, para mantener viva la tensión entre el hombre y su enigma. Por eso, tras los maestros —Mark Rothko, Willem de Kooning, Jackson Pollock—, el siglo XX finalizó con la más nutrida pléyade de epígonos que pueda concebirse. Frente a ellos es necesario, por tanto, en el XXI, volver a contaminar al arte del enigma humano. O, si se quiere, más sencillamente, reintroducir al hombre en el arte.

Evidentemente sería igualmente una impostura proclamar que la pintura del futuro será figurativa, o no será. El arte no tiene que ser ni figurativo ni abstracto, sino reconocible. O mejor: el hombre tiene que reconocerse en él, aunque sea a través de ese punto de fuga misterioso en el que se contienen todas las existencias.

Rafael Argullol es escritor.

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