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Tribuna
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Borrón y cuenta vieja

Se juega con fuego en la Venezuela de hoy cuando la tozudez del gobierno impide la oxigenación política

A pocas semanas de revelarse como una realidad inconmovible, hay una cifra que ha desaparecido en la Venezuela de hoy: los 7.726.066 votantes (un 57,8% del electorado) que decidieron elegir un nuevo parlamento. ¿Dónde están? ¿Qué han generado? ¿Qué país nuevo han desvelado? Si bien hay una aceptación puramente formal, las autoridades se han apresurado a interpretarlos. Han dicho: se equivocaron, no sabían lo que hacían, estaban engañados, son unos malagradecidos. Es decir: su voluntad no basta; necesitan ventrílocuos. En una democracia normal, esa cifra hubiera bastado para producir renuncias, cuestionamientos, reacomodos. Pero como Venezuela no la tiene, y esta parece ser la mejor prueba, pues ya nadie debe sorprenderse. Ha sido tan contundente el mandato que estos votantes han emitido, tan voluntarioso, que ellos mismos han tallado otra cifra con precisión escultural: la de los 112 diputados o dos terceras partes, que valida al congreso para hacer las más amplias reformas constitucionales. Más allá de traducciones o interpretaciones, la nueva mayoría política está exigiendo al menos dos cosas: la primera, otro parlamento, del que esperan todas las medidas que conduzcan a la redemocratización del país; la segunda, un claro cambio, diríamos que urgente y radical, en el manejo de las políticas públicas.

Este guión, sin embargo, no es el que leen las autoridades. Para ellas, el guión es otro: ¿cómo ignorar la voluntad popular, cómo desaparecer a los 7,7 millones de votantes? Es decir, desconocer los hechos para que todo siga igual: borrón y cuenta vieja. Es un juego peligroso, y profundamente irresponsable, porque si hubiera un mínimo asomo de tesitura democrática, se entendería que, ante el fracaso mayúsculo que han acumulado, lo más aconsejable para su propia reconstitución política sería el relevo. El gran poeta chileno Gonzalo Rojas tenía un verso memorable: “De los acorralados/ es el Reino”. Pero este reino parece difícil de abandonar, porque está lleno de prebendas, de tesoros mal habidos, de negocios innombrables, de estafas inconmensurables. En síntesis, un país que es hoy una ruina moral y material.

Para colmo de males, existe hoy un temible desencuentro entre lo que podríamos llamar el tempo político y el tempo social. El primero tiene sus fechas y vencimientos (elecciones parlamentarias en 2015, elecciones de gobernadores en 2016; por no hablar de las decisiones que la Asamblea pudiese tomar); pero el segundo es indescifrable y se mide con los métodos más obtusos: colas kilométricas para comprar harina de maíz o leche, camiones que se saquean en plena vía pública, protestas o quema de basura por agua que nunca llega. Las cifras en este campo hablan de una imposibilidad material: comenzando por un hueco fiscal que, conservadoramente, se estima en 25.000 millones de dólares para 2016. Si a esto se suma que el precio del barril de petróleo baja en caída libre a 20 dólares (lo mismo que cuesta producirlo), los pocos ingresos fiscales para este año entrante se reducen a cero. Esto sí es un borrón real.

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Se juega con fuego en la Venezuela de hoy cuando la diatriba entre poderes, y sobre todo la tozudez del gobierno, impide la oxigenación política y, además, los cambios en políticas públicas que la población clama con urgencia. Este ha sido el sentido profundo, el botón de alarma, de la votación del 6D. Y quien no quiera verlo comete un error político, y ético, de proporciones incalculables. En esto, la sociedad venezolana aparece como sabia, muy por delante de la visión (o ceguera) de sus gobernantes. El mensaje real está en la propia votación: queremos borrar a esta clase gobernante y tener cuentas nuevas, cuentas claras. El país no tiene tiempo para las indecisiones. Entre la vida y la muerte, optamos por la vida.

Antonio López Ortega es escritor y editor venezolano

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