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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Contra la intolerancia

La polarización y la intransigencia política se filtran a toda la sociedad

El presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy, y el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, durante su encuentro del viernes en el Congreso de los Diputados.
El presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy, y el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, durante su encuentro del viernes en el Congreso de los Diputados.ZIPI (EFE)

Un viento de intolerancia aqueja a la vida pública española. Deteriora la calidad de los valores compartidos, la cohesión social y la capacidad de este país de contribuir a la mejora del entorno europeo y global.

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La descalificación de lo ajeno, el desprecio del rival y la culpabilización del otro no son exclusivos de una clase política aficionada a centrifugar las reponsabilidades que son compartidas. Pero hallan en ese ámbito —que debería distinguirse por su ejemplaridad— un caldo de cultivo de efectos contaminantes. Prima el veto sobre la sinergia; la fijación de líneas rojas en lugar del deslinde de terrenos de encuentro; la proclamación de incompatibilidades en lugar de la búsqueda de la transversalidad, imprescindible en ausencia de mayorías evidentes.

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La intolerancia procede en parte de una legislatura en que se abusó de la mayoría absoluta, del decreto-ley y de la imposición. Pero esas inclinaciones tienen más padres y, en todo caso, han acabado afectando, en distinto grado, a todos los dirigentes. Y en cascada, a todos los rincones del espacio público.

En el ámbito territorial se cotiza como nunca el desapego, la autosuficiencia y el supremacismo. Lo que en algún caso se traduce en soberanismos y antisoberanismos anticuados que conectan con lo menos noble de otras intransigentes experiencias europeas, a veces de sesgo autocrático. En el judicial se agudiza una cierta asimetría entre el tratamiento hacia los poderosos —sean exministros, banqueros o famosos— y un cuasi automatismo sancionador sobre los más débiles.

Los medios de comunicación no liman esas aristas. Tienden a amplificarlas. Los ruidosos enfrentamientos y los ásperos dicterios son marca degradante de algunas tertulias en las que el espectáculo y la polarización son los criterios casi únicos. Al incentivar la sobreactuación, el debilitamiento de la calidad acaba debilitando a los medios que defienden antes el derecho de sus lectores que las posiciones propias.

Fenómenos similares de irresponsabilidad y radicalización recorren el mundo económico, académico, cultural y religioso. ¿Hemos recaído acaso en el paradigma arrinconado de las dos Españas incompatibles y enzarzadas la una contra la otra?

Hay otras explicaciones menos deudoras del atavismo. La crisis económica —y su desigual gestión— ha desencajado a las clases medias, colchón absorbente de las tensiones en las sociedades modernas. Y se han agotado algunos de los pilares de la cultura política asentada desde la Transición, abriendo paso a nuevos vacíos, nuevas capas sociales y nuevas pugnas por la hegemonía política y cultural.

Pero en este escenario desconcertante y confuso también destacan algunas de las mejores fibras de la ciudadanía española: profesionales —también de la política— cumplidores y animosos; empresarios y trabajadores que se internacionalizan; vecinos de barrios de súbita inmigración que rechazan la barbarie de la xenofobia; gente de la cultura capaz de lanzar propuestas más incluyentes; marginados y desposeídos que logran mantener la civilidad y la esperanza. Eso es también España, lo mejor de ella. Hay que escucharlo todo, y sobre ello apalancar el futuro.

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