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MIRADOR
Columna
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Sano juicio

No podemos entregar la libertad a quienes en su delirio ven gigantes donde solo hay molinos

A un niño del barrio de Tetuán no se le traumatiza fácilmente. Los que hemos sido niños en Tetuán lo sabemos. Pero las autoridades no lo saben. Por eso interrumpieron el espectáculo de unos títeres de cachiporra, detuvieron a sus autores y confiscaron el teatrillo portátil. Nadie sabe si los padres llaman a la policía cuando ven a sus hijos manejar las armas automáticas en los videojuegos ni cuando cae el tercer muerto en la serie de dibujos de la tele o en el partido de fútbol, donde llevas al niño y se insulta a los negros y a las mujeres porque son jornaleros o esposas del equipo contrario. Razones para que los niños estén traumatizados hay muchas. Pero las fuerzas del orden solo decidieron actuar en este caso, jaleados por la delirante fabricación de pruebas de enaltecimiento del terrorismo y un concepto de vigilancia de lo público que concede más relevancia al disfraz de la Cabalgata que a la degradación del Senado por la presencia de corruptos atrincherados.

Cuando se aprobó la ley mordaza ya suponíamos que lo grave sería padecer una interpretación peculiar llegado el día. No podemos entregar la libertad a quienes en su delirio ven gigantes donde solo hay molinos. Este caso, cuando se calmen las aguas, es un ejemplo cristalino del disparate de irresponsabilidades en que vivimos. Del primer gesto al último. De la programación carnavalera municipal a la solemne majadería de los responsables de Interior y Justicia. Pero nadie querrá entenderlo, porque estaremos todos empeñados en tener razón hasta cansarnos. Pero más allá de la razón está la mirada distanciada, que lo único que pone en evidencia es que nuestro país no está en su sano juicio.

Eso es lo que causa un trauma a los niños de Tetuán. Comprobar que no hay remedio, que por más que pasen los años, los españoles caen rendidos al delirio. Que los títeres de cachiporra no son guiñoles de guante en un teatrillo precario, sino los protagonistas de nuestra vida pública. Solo queda una esperanza, que los niños de Tetuán generen anticuerpos para protegerse de lo que les rodea. El barrio creció en aluvión, sin orden ni concierto, y sus casitas desmadejadas y humildes fueron pisoteadas para levantar edificios tan feos que cuando viajabas a París por primera vez te echabas a llorar como un extraterrestre que ha perdido el contacto con su nave. Los cines se convirtieron en bingos y en tiendas de sanitarios, todo ello coronado por las torres inclinadas de KIO, las cuatro afrentas rascando los cielos y la aguja dorada de Calatrava, pincho moruno del Madrid enfermo. ¿Quién dijo trauma?

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