Plácido Domingo sigue siendo el rey a los 75 años
El tenor celebró su cumpleaños en el antepalco del Real Madrid con mariachis, amigos íntimos y su familia
Prorrumpieron los mariachis a la hora del sortilegio —las doce de la noche canónica— para levantar a Plácido Domingo del sitial en que se encontraba y acunarlo con Las mañanitas. Y participaron sus nietos del ritual, vestidos como principitos, abrumados por la coral de amistades espontáneas que se adhirió a la celebración del cumpleaños.
No eran 75 años, eran tres veces 25, sostenía Domingo en el trance de los agradecimientos. Podía haber llenado el Bernabéu entre amigos y partidarios, pero la fiesta transcurrió en al antepalco del estadio. Una cena para los más allegados. Cerca de 200 en una heterodoxia cosmopolita, aunque Domingo más que amigos tiene militantes. Militantes que anoche se disputaban con elegancia haber escuchado al monstruo antes que nadie. Mitificando la experiencia como si fuera la primera vez. ¿Y tú de qué conoces a Plácido?, se escuchaba en las mesas que arropaban la mesa principal. La mesa de Domingo, de Carlos Slim, de Plácido Arango, de Valentín Fuster. Y de Florentino Pérez, anfitrión del acontecimiento cuyo retraso estaba justificado porque los chicos del baloncesto competían con el Barça en la Euroliga al mismo tiempo que los invitados del maestro empezaban personarse en el estadio.
Domingo los recibía con su aspecto de patriarca y su asombro infantil. Amigos de ultramar —Chile, Puerto Rico, EE UU— que lo abrazaban como a un hermano, nobles de predicados interminables, filántropos de aire senatorial, melómanas de porcelana japonesa y una extraña avanzadilla de alcaldes madrileños. Duraderos, como Álvarez del Manzano. Efímeros como Ana Botella. Y malogrados en el intento, como Esperanza Aguirre.
Se explica así que el segundo plano del homenaje, no hasta el extremo de intoxicar la velada ni desnaturalizarla en la devoción al mito, fuera la ubicua política, corrillos de tertulias inquietas, reflexiones angustiadas del porvenir de la patria, casi evocando aquel cuento de Dino Buzzati, Miedo en la Scala, cuya trama claustrofóbica retrata el temor de la alta sociedad milanesa a la inminencia de una revolución que se está fraguando en las calles y que se malogra como un espejismo al amanecer del gran estreno.
La única revolución concreta es la de Plácido Domingo, su carrera, su fondo de armario -140 papeles-, sus 3.000 funciones y el hallazgo de un lema, Si descanso me oxido (If I rest, I rust) que le permite celebrar los 75 años no como una vieja gloria en busca de condescendencia y calderilla, sino como un cantante de tesitura propia y de posición insustituible que asume, otra vez, exponerse al foso de los cinco grandes teatros del planeta: París, Londres, la Scala, Viena y el Met jalonan la temporada de 2016.
¿Cómo no iban a cantarle El rey? Se lo corearon los mariachis. Y se añadieron al himno los invitados, Paloma O'Shea, Bertín Osborne, Antonio Vázquez. Y las hermanas Cobo. Que nunca aparecen en las revistas y que representan la pasión de aficionados anónimos que Plácido Domingo ha alistado a millones, invitándolos al estribillo del arriero: que no hay que llegar primero, pero hay que saber llegar.
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