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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Abandono y ruina de las carreteras secundarias

Ni el Gobierno ni las autoridades locales se sienten concernidos por el mal estado de las redes

Jesús Mota
El ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, presenta el balance de la siniestralidad del tráfico en 2015
El ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, presenta el balance de la siniestralidad del tráfico en 2015Emilio Naranjo (EFE)

Ni siquiera un fenómeno tan sometido a la medida estadística como los accidentes en carretera puede encuadrarse cómodamente en la más estricta objetividad. Sabemos que, según los balances presentados por Interior, el ejercicio de 2015 se cerró con 1.126 muertos en accidentes de tráfico, seis menos que en 2014. Pero, claro, la contabilidad proclamada responde al método de contar el número de muertos en las 24 horas siguientes a los siniestros; cuando se contabilicen las muertes durante los, digamos, treinta días siguientes a los accidentes, el número de fallecidos aumentará. Entonces quizá descubramos —sucedió en 2014— que las estadísticas de 2015 son peores que las del año anterior y que está de más ese optimismo resignado que suele acompañar a las palabras, a medio camino entre la jaculatoria y la sicofonía, que pronuncia Fernández Díaz.

Mientras se comprueba si el modelo de seguridad vial está próximo al agotamiento o ha entrado ya en regresión, habrá que felicitarse de que España figure entre los seis países con mejores estadísticas de siniestralidad en carretera. Estadísticas medias, se entiende. Porque los accidentes en carreteras secundarias están aumentando —45 más que en 2014— a pesar de la política del Gobierno de Rajoy de empapar la cruda realidad con palabras y buenas intenciones. El estado de la red secundaria es inaceptable: curvas imposibles, firme en pésimo estado (incluyendo largas secuencias de bacheado que destrozan neumáticos y suspensiones), peraltes al revés, salidas intempestivas o invisibles y señalización esquizofrénica. Cualquier viajero puede comprobarlo y maldecirlo. Milagro parece que el número de accidentes no sea mayor.

Como en casi todo lo que atañe a la administración pública (y aun a la privada), la respuesta a esta carencia —no basta con construir las carreteras, hay que mantenerlas— es la impunidad. Se sabe desde lustros atrás que la siniestralidad es más elevada en las redes secundarias y cualquier ministro o consejero autonómico ha podido comprobar su estado lamentable; pero nadie se siente concernido por la ruina y el abandono Ni el Estado, que debería reclamar, en nombre de su competencia sobre la siniestralidad, unos gastos mínimos de mantenimiento, ni las autoridades locales o autonómicas, directamente competentes, se dan por aludidos, a pesar de que por algunos tramos no podrían circular ni carretas de bueyes y la lozanía de los puentes romanos deja en ridículo al asfalto del Estado de Obras.

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La orografía española es sinuosa, difícil de homogeneizar. En las escuelas se enseñaba —de esto hace ya decenios, cuando sobrevivía un cierto interés por la instrucción— que España era el segundo país más montañoso de Europa, después de Suiza. Pero la geografía torturada no explica ni la inclinación morbosa al cantonalismo ni la dejación de responsabilidades inversoras que cabe imputar a los múltiples poderes regionales. No es cuestión de limitar la velocidad a 80 kilómetros por hora en las vías secundarias, aunque quizá resulte útil; es cuestión de mantener en buen estado el firme de las carreteras. Es decir, de gasto público.

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