El ‘milagro’ del Papa en República Centroafricana
Recién llegada al país vivo uno de los momentos más emocionantes de mi vida
Recién llegada a la República Centroafricana, vivo uno de los momentos más emocionantes que recuerdo en mi vida. No se trata de la visita del Papa, pero sí de sus efectos. La historia requiere un poco de contexto.
En República Centroafricana, y en especial en Bangui, la capital, quedan muy pocos musulmanes. Antes de la guerra eran el 10% de la población. Tras más de dos años de enfrentamiento crecientemente religioso los más han abandonado el país y malviven en campos de refugiados en Chad y Congo. Los que quedan en esta ciudad, se han visto arrinconados por las milicias cristianas, confinados en un barrio llamado PK5, el punto kilométrico cinco, es decir, a cinco kilómetros del centro. No pueden salir a comprar, ni a trabajar, ni a visitar a sus familias o amigos porque los accesos al barrio están controlados por grupos armados que no bromean: odian, matan y secuestran. También hay milicianos musulmanes, claro, y también muestran la misma ferocidad, aunque en la actualidad en inferioridad numérica.
Desde que la guerra se recrudeció en septiembre de este año, el aislamiento en el barrio musulmán se ha agravado. El acceso de las organizaciones humanitarias apenas alcanza para socorrer a la gente, y el comercio con el barrio se ha reducido a mínimos, al igual que el acceso sanitario. Un verdadero sitio.
En este contexto de odio religioso se ha producido el viaje del Papa. Con un cuidadoso cálculo para tratar de romper esa mecánica, el programa papal incluyó una visita a la Gran Mezquita de Bangui, en pleno PK5. También una visita a los musulmanes que se refugian en las instalaciones de ese centro religioso tras haber tenido que abandonar sus casas en otros barrios.
Total, que ahí estaba yo el día de esa visita a la mezquita, esperando a las puertas del barrio, en una gran avenida, junto a parte del equipo de Oxfam Intermón en Bangui, cuando el Papa salió en su papamóvil centroafricano, una furgoneta abierta sin cristales blindados. Tampoco él ha llevado chaleco antibalas durante su viaje. Y tras él, eufóricos de alegría, elevando los brazos al cielo, riendo a mandíbula batiente, cientos y cientos de musulmanes. En bici, en moto, haciendo acrobacias, rebosando de coches y camiones. Muchos abandonaban los límites del barrio por primera vez en dos años.
Uno de ellos, musulmán, se acercó a otro que portaba una ostentosa cruz en el pecho y que estaba parado en la avenida. Se abrazaron, rieron, se hicieron fotos...
De repente una de las motos se detuvo a nuestro lado y de ella bajaron tres jóvenes (tres, sí, y eso no es nada: sorprendería la cantidad de personas que pueden viajar en una moto en este país). Uno de ellos, musulmán, se acercó a otro que portaba una ostentosa cruz en el pecho y que estaba parado en la avenida. Se abrazaron, rieron, se hicieron fotos... Todos mirábamos arrobados, y en seguida nos hicieron partícipes de su alborozo: “fuimos juntos a la escuela, éramos amigos”, nos contó el cristiano, a la sazón un jefe de las milicias anti-Balaka. “Después empezó la guerra y nos fuimos a combatir cada uno a nuestro bando. Hacía más de dos años que no nos veíamos”, nos explicó, “pensaba que había muerto”. Y vuelta a abrazarse.
Viendo salir a los musulmanes de su asedio, los cristianos aplaudían, se abrazaban a ellos. “Todos somos de la misma piel, de la misma sangre”, decía una señora, “todos somos centroafricanos”. Y claro, yo me preguntaba: ¿Cómo es posible que estos mismos chavales que veo ahora abrazados se hayan estado matando durante estos años? ¿Cómo puede ser que la simple presencia de este señor, por muy Papa que sea, cambie lo que no se ha podido cambiar en este tiempo? Y sobre todo: ¿este amor fraternal que parece inundar de repente las venas de los centroafricanos, durará mucho?
Me dicen quienes conocen bien el país, que la religión nunca había sido motivo de enfrentamiento. No hasta que en 2012 empezó el levantamiento de los pueblos musulmanes del norte, tradicionalmente marginados. Lo que comenzó como una rebelión en busca del poder, contra el centralismo, contra la corrupción, se fue tiñendo de religión gracias a los discursos enervados de unos y otros, civiles y militares que fueron introduciendo ese factor como si fuera determinante. Las gravísimas violaciones de derechos humanos cometidas por todas las partes llegaron al paroxismo en los días de diciembre de 2013 en Bangui, cuando las represalias casa por casa a machete batiente recordaron los horribles sucesos de Ruanda.
Ahora veo que la situación no es la misma, pero cada día muere gente en la República Centroafricana. Escucho hablar de la muerte de alguien que se equivocó de calle, que cayó en un puesto de control enemigo, que estaba en un sitio de desplazados en el que un grupo armado decidió llevar a cabo un escarmiento o simplemente, alguien que estaba en el momento inoportuno en el sitio inadecuado.
¿Será verdad que los milagros existen? Ojalá, insha´allah, pienso yo desde mi escepticismo. Al menos hemos presenciado un chispazo de reconciliación y de paz en los espíritus que permanecerá en el nuestro durante algún tiempo. Siento lo mismo que me decía un compañero: sólo por este momento habrá valido la pena venir a la República Centroafricana.
María José Agejas es responsable de comunicación de Oxfam Intermón en la República Centroafricana.
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