Uber quiere reconciliarse con España
La multinacional del transporte alternativo aspira a que se flexibilice la normativa de licencias
Fue creada en 2009 y desde entonces Uber, la aplicación móvil que pone en contacto a viajeros y conductores particulares, no ha dejado de encadenar protestas. Como es lógico, el del taxi es el gremio que con mayor beligerancia ha alzado la voz contra un servicio al que acusa de competencia desleal. Dicen que no es seguro, que carece de licencia y que elude el pago de impuestos. También se cuestiona su peculiar sistema tarifario (subir los precios cuando llueve, por ejemplo) o la manera tan sibilina de discriminar a los usuarios discapacitados (negándose a colocar las sillas de ruedas en el maletero).
Las movilizaciones de taxistas en grandes capitales del mundo —de Londres a Madrid, de Río de Janeiro a Seúl— han tenido éxito. En España, los tribunales prohibieron a Uber operar desde finales de 2014 y el polémico servicio de transporte alternativo ha quedado congelado. Aunque solo de momento. La aplicación quiere ahora hacer las paces. Tiende la mano a las Administraciones y se apresta a colaborar con las autoridades para que flexibilicen la normativa de licencias. En su intento de borrar la mala imagen que se ha labrado a pulso, la multinacional estaría dispuesta a explotar su servicio UberX, en el que los conductores son profesionales, dejando de lado UberPop, donde todo se pacta entre particulares. Un viraje similar acaba de hacer la compañía para relanzar su actividad en Corea del Sur gracias a un programa tecnológico que consiste en poner en contacto a los clientes con taxis de lujo.
La estrategia de buscar alianzas en lugar de ir al enfrentamiento parece que funciona. En Massachusetts (EE UU), Uber ha conseguido que las plataformas dedicadas a compartir coche hayan sido reconocidas legalmente. ¿Qué ofreció a cambio? Nada menos que toda la información que había recabado de sus usuarios (rutas, horarios, perfiles). “La gran eficacia de Uber”, como señala el analista Evgeny Morozov, “radica en que controla todos los puntos de referencia: nuestros teléfonos le dicen todo lo que necesita saber para planificar un viaje”. Esta colosal base de datos sobre los hábitos de los viajeros ha sido puesta a disposición de los Ayuntamientos para que puedan planificar de manera más eficiente los sistemas de transporte. Cabe suponer que Uber podría hacer lo mismo en Madrid, donde los altos niveles de contaminación están obligando a restringir el tráfico.
Uber asienta su campaña en la llamada “economía colaborativa”, un fenómeno que en tiempos de crisis brota como las amapolas en primavera y que se ha contagiado a otros sectores como el de alquiler de habitaciones (Airbnb), que ha puesto en pie de guerra a los hoteleros. La última moda son los chefs caseros, cocineros que preparan menús en los hogares de quienes los contratan y que ya han sido calificados como “restaurantes clandestinos”. Como en el caso de Uber o Airbnb, el discurso se repite. Insisten en que no son competencia desleal, sino una oportunidad para abrir nuevos mercados. La cuestión es si operan bajo normativas homologables o simplemente se rigen por la ley de la selva.
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