Más progreso sin dejar a nadie atrás
Salud, empleo y seguridad alimentaria son los asuntos que cobran relevancia en la nueva agenda global, cuyo objetivo es reducir la enorme lacra de la desigualdad
A la comunidad de Loma Alta, en la región boliviana del Beni, no ha llegado noticia de las sofisticadas negociaciones que han desembocado esta semana en los nuevos Objetivos de Desarrollo Sostenible. Sus habitantes, sin embargo, saben perfectamente de qué se está hablando. Como muchos de los llamados “pueblos originarios” de América Latina, esta población ocupa el vagón de cola de un modelo de progreso desigual, con niveles de desnutrición y mortalidad materno-infantil que multiplican los de las regiones más desarrolladas del país. Su comunidad constituye un microcosmos de los retos del desarrollo en Bolivia y en buena parte del planeta.
Los trabajadores pobres superan los 800 millones de personas en el planeta
En el comienzo del siglo XXI, países desarrollados y en desarrollo se enfrentan juntos al desafío de progresar en medio de niveles obscenos de desigualdad y vulnerabilidad. Los indicadores de ingreso que tradicionalmente han servido como guía para medir los niveles de pobreza difícilmente capturan una realidad marcada por la escalada de riesgos naturales e inducidos y la desprotección atávica de parte de sus poblaciones.
Es un círculo vicioso que puede ser identificado en tres de los asuntos más relevantes de la agenda global: la salud, el empleo y la seguridad alimentaria.
Materias primas
Empecemos por este último. Con la nada desdeñable excepción de India, las principales economías emergentes han protagonizado desde mediados de los años noventa una victoria histórica contra el hambre, que solo en China salvó de la desnutrición a 50 millones de personas en poco más de una década. Muchos otros países han hecho planes para rescatar a su sector agrario del abandono e invertir en la protección alimentaria de las comunidades rurales y urbanas más desprotegidas.
No lo tendrán fácil. A lo largo de la última década el mercado mundial de grano y otros alimentos básicos se ha visto zarandeado por una tormenta perfecta de inestabilidad climática, opacidad de los mercados y ausencia de mecanismos de control. De acuerdo con el indicador combinado que elabora la FAO, el precio global de los alimentos se multiplicó por dos entre 2004 y 2008 para caer un 20% en 2009, volver a dispararse en 2011 y bajar de nuevo en los últimos meses debido a un año de buenas cosechas y al desplome del precio de la energía.
Uno de cada dos empleos en el planeta encaja en la categoría de “autoempleo” o “trabajador de familia”, sinónimos de precariedad laboral, de inestabilidad salarial y bajo acceso a la seguridad social
En un mundo en el que siete de cada diez pobres viven en el medio rural y destinan más de la mitad de su renta al gasto alimentario, estos dientes de sierra suponen un golpe definitivo para los hogares. En muchas regiones del planeta –incluyendo amplias bolsas de población en los países emergentes– las crisis nutricionales periódicas se han transformado en un problema crónico y los pequeños agricultores se ven expulsados del mercado, incapaces de aprovechar las oportunidades de un entorno más rentable pero extremadamente inestable.
La incertidumbre y la precariedad también se han convertido en la marca de agua de los mercados laborales globales. De acuerdo con los datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), uno de cada dos empleos en el planeta encaja en las categorías de “autoempleados” o “trabajadores de familia”, lo que se traduce en escasa estabilidad salarial y muy bajos niveles de acceso a la seguridad social. Las cifras a lo largo de la crisis muestran niveles de crecimiento cinco veces más altos en este grupo que en el pasado y el número de trabajadores pobres supera ya los 800 millones de personas. A nadie puede sorprender que la desigualdad salarial se haya convertido en el impulso principal de la creciente movilidad internacional de trabajadores.
El panorama no es muy diferente en el ámbito de la salud global. Hace solo quince años, cuando los Objetivos de Desarrollo del Milenio comenzaron su andadura, las aspiraciones de la comunidad internacional en materia de salud se ceñían a metas finalistas, como la lucha contra el VIH/SIDA y la malaria. Pero los nuevos Objetivos de Desarrollo Sostenible, aprobados hace pocos días por la Asamblea General de la ONU, adoptan una perspectiva muy diferente: las metas relacionadas con la prevalencia de ciertas enfermedades siguen estando en la lista, pero el enfoque se ha trasladado a fortalecer la capacidad de Estados e individuos para hacer frente a ellas. La aspiración de la Cobertura Universal de Salud, en particular, reconoce que la desprotección de centenares de millones frente al shock de una enfermedad y el gasto catastrófico derivado de ella amenazan los derechos más fundamentales del ser humano.
Son las personas que se salvaron del hambre en China en los últimos años. Pese al avance mundial en la lucha contra esta lacra social, el vaivén en los precios de las materias primas no ayuda a resolverla
Esta es la gran batalla de nuestro tiempo. La brecha entre países y el interior de estos crece de manera continuada amenazando la eficacia de las estrategias de desarrollo y debilitando las propias estructuras de crecimiento, como señalan analistas e instituciones de todo el arco ideológico. El propio Fondo Monetario Internacional –poco sospechoso de veleidades socialistas– reconocía la relevancia de esta agenda y afirmaba en 2014: “No deberíamos dar por sentado que la redistribución se produce a costa del crecimiento. La mejor información macroeconómica disponible no sostiene esa conclusión”.
Traducido del lenguaje vaticano, esto significa que la excesiva desigualdad amenaza al crecimiento, además de minar la justicia social.
Respuesta universal
La respuesta debe ser global y mucho mejor informada de lo que ha sido hasta ahora. En lo que la ONG Save the Children ha denominado la “lotería del nacimiento”, la revolución del big datanos permite constatar que el avance en indicadores nacionales medios esconde diferencias regionales y sociales alarmantes. Aprender a identificar y medir esas diferencias es una condición necesaria para convertirlas en un objetivo a batir.
Lo que es igualmente importante, en ningún caso este desafío se limita los países en desarrollo. Economías ricas, como la española, permiten la exclusión de ciudadanos por razones económicas o administrativas, lo que pone en jaque los derechos universales a la salud, la educación y la protección, fundamentos de los Estados del bienestar. La respuesta al desafío global de la desigualdad es, precisamente, un contrato social universal que replique para el conjunto del planeta la misma lógica que ha apuntalado el progreso de Europa y otras regiones.
Esa fue la caída que sufrió el precio de los alimentos en 2009, tras haberse multiplicado por dos en los cuatro años anteriores. Ahora, los precios vuelven a bajar por las buenas cosechas y una energía barata
La lista de asuntos que deben formar parte de ese contrato es inagotable: desde la estabilidad de los mercados alimentarios a la lucha contra el cambio climático, el salario mínimo o la generación de nuevos modelos de innovación farmacéutica. Todos son diferentes, pero tienen en común la necesidad de reducir el riesgo existente y apuntalar la capacidad de las poblaciones más vulnerables para hacerles frente. Tal vez entonces hayamos comprendido que, ante los desafíos globales del siglo XXI, hacer lo correcto es un simple ejercicio de interés propio.
Emigrar: un derecho del siglo XXI
Lorraine Henderson fue detenida en diciembre de 2008 por contratar a tres inmigrantes ilegales brasileños para ocuparse del jardín de su casa de veraneo de Salem. El arresto de la Sra. Henderson hubiese pasado desapercibido entre las miles de sanciones de este tipo que se producen cada año en los Estados Unidos, si no fuese porque esta funcionaria federal era precisamente la responsable de controlar la entrada de inmigrantes irregulares en el estado de Massachusetts. Cuando fue detenida, Henderson dirigía un equipo de más de 200 agentes que luchaban por tierra, mar y aire contra la llegada de indocumentados.
El caso de esta funcionaria estadounidense es llamativo, pero no es excepcional. Si algo han demostrado las políticas de inmigración de los países ricos a lo largo de las últimas décadas es su incapacidad para poner bridas a un fenómeno cuyas pulsiones parecen escapar al control de los gobiernos. Durante la crisis de refugiados que amenaza con colapsar las estructuras legales y éticas de la Unión Europea, lo único en lo que todos están de acuerdo es en que el modelo común de asilo y refugio necesita un buen repaso. Empezando porque de común no tiene nada.
La movilidad internacional de seres humanos no es nueva, pero su intensidad creciente constituye una de las señas de identidad del siglo XXI. Espoleados por la desigualdad de ingreso y las necesidades de los mercados laborales en destino, unos 230 millones de hombres, mujeres y niños se aferran cada día a la oportunidad de alcanzar una vida mejor, aunque eso suponga hacerlo fuera del lugar en que nacieron. Otros 20 millones han escapado de sus países como parte del fenómeno del desplazamiento forzoso, un fuego atizado por los conflictos, las catástrofes naturales y los shocks climáticos. Ninguno de estos factores tiende a remitir en un futuro próximo, más bien lo contrario.
La inmigración trae bajo el brazo capital humano y capacidad de emprendimiento. Ofrece a sus países de origen recursos financieros, conocimiento y valores democráticos. A pesar de la competencia con el empleo local, el beneficio neto es incontestable. Pero ninguno de estos elementos es más fuerte que los riesgos que plantea para la homogeneidad cultural, racial y religiosa que desea, sin reconocerlo, una parte considerable de las sociedades de acogida. Encuesta tras encuesta, país por país, los números constatan que quienes querrían incrementar el número de inmigrantes se encuentran en absoluta minoría. Una encuesta reciente de Gallup para el mercado estadounidense señala que este grupo se ha multiplicado por dos a lo largo de este siglo, pero tres de cada cuatro norteamericanos se oponen todavía a una política migratoria más abierta.
Las reservas tienen menos que ver con los hechos que con las creencias. El filósofo Joseph Carens –activista impenitente de las fronteras abiertas– planteó en un célebre artículo de 1987 la pregunta fundamental: “¿Existe una justificación ética para restringir (a menudo de forma violenta) el libre movimiento de los trabajadores y de sus familias?”. Al fin y al cabo, el modelo de protección internacional de la Convención de Ginebra (1951) establece la obligación legal de amparar a una mujer nigeriana que huya de la persecución sexual de un grupo armado, mientras bendice el portazo a esa misma mujer cuando lo que busca es evitar la muerte de su hijo antes de cumplir los cinco (algo que le ocurre a una de cada diez mujeres en estas regiones).
Sea como sea, el número de los que se desplacen en el futuro dependerá menos de los obstáculos que encuentren que de las razones para moverse. Los miles de muertos en el Mediterráneo dan fe de que el modelo Trump de gestión migratoria puede encarecer el proceso, alargarlo y encanallarlo, pero nunca impedirlo. Sea como inmigrantes o refugiados, legal o ilegalmente, quienes tengan razones y medios para venir, acabarán haciéndolo.
De modo que países de origen y destino se enfrentan a un desafío fundamental: construir un modelo de movilidad humana adaptado a las necesidades de unos y otros y sujeto a unas reglas del juego similares a las que se aplican en los mercados no laborales. Se trata de un reto global como pocos otros, pero la respuesta inevitablemente será incremental y sujeta al mismo ejercicio de experimentación política que hemos aplicado con éxito en otros asuntos, como la integración comercial o la justicia universal. El premio es poner la primera piedra de un modelo institucional a la altura de uno de los grandes derechos pendientes del siglo XXI: el derecho a emigrar.
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