Una cama vacía
La autora, cooperante en la RCA, revive los intentos que hizo por salvar a un niño prematuro en el hospital donde trabaja
Los hechos que describo aquí ocurrieron hace algunos meses. Me ha llevado bastante tiempo ser capaz de escribir sobre ello, tiempo para poder pensar y hablar sobre el tema, pero la historia de esta familia y cómo me conmovió me pesan cada día más y siento que su historia merece ser contada.
La primera vez que vi a Benedict estaba en brazos de su madre, que la acunaba mientras permanecía sentada en la terraza del hospital. Tenía diez días de vida y pesaba solo un kilo y medio. Como la niña llevaba con diarrea dos días, su madre no había querido darle el pecho.
Le quité la manta, la desenvolví y coloqué su cuerpo, ligero como una pluma, sobre mi regazo. Desnuda, Benedict protestaba mientras la examinaba para ver si tenía signos de deshidratación.
Su manera de darme las gracias fue hacerse pis sobre mis pantalones; no estaba muy deshidratada. Sonreí con ironía, suspiré, comprobé la pequeña mancha de humedad y le pasé la niña a Alex, nuestro médico expatriado, para que iniciara todos los procedimientos para su ingreso.
Chequeo médico, vía intravenosa, antibióticos, papeleo... El bebé nació en nuestro hospital, así que enviamos a uno de nuestros auxiliares de enfermería a la maternidad para averiguar cuánto pesaba cuando vino al mundo.
Mientras, ayudo a la madre a sacarse un poco de leche materna y la colocamos en un recipiente estéril. En ese momento, le enseño cómo alimentarla utilizando una jeringuilla. No hace falta mucho para que un bebé prematuro, como Benedict parece ser, pierda las ganas de succionar adecuadamente, pero en cuanto usamos la jeringuilla toma los primeros mililitros con la avidez suficiente.
Indicamos a madre y abuela dónde pueden instalarse. Tres generaciones de mujeres de la familia comparten una cama en una esquina de la sala de pediatría. Soy cautelosamente optimista, creo que podemos acabar con esta infección.
Durante el siguiente par de días no ocurre nada nuevo; Benedict ingiere bien su alimentación a través de la jeringuilla, orina y depone regularmente. Incluso retoma la lactancia con normalidad.
La madre de Benedict, habla en voz baja, con un tono de voz gutural muy bonito.
Quizás paso con ellas un poco más de tiempo que con otros pacientes, atraída por las sonrisas y el calor con el que nos reciben cada vez que entramos en la sala; y por la fuerza de ese pequeño e indomable ser que está en la cama y en el que todos estamos centrados.
Todo esto tiene lugar en un momento en el que el hospital vive un cierto periodo de agitación. Uno de mis cometidos era optimizar el sistema de pedidos y suministros médicos locales para que estén alineados con los protocolos de Médicos sin Fronteras. Cada pequeño cambio nunca es fácil de lograr y mi objetivo era mejorar el seguimiento de los pedidos y el inventario del material.
El sábado nuestro optimismo decae. La temperatura y los niveles de oxígeno de Benedict están muy bajos y la pequeña carece de la energía necesaria para poder mamar.
Le colocamos una cánula de oxígeno mientras nos mira con los ojos abiertos y volvemos a intentar alimentarla mediante jeringuilla. Su madre y su abuela se turnan para cuidarla, colocándola sobre sus pechos.
Alex revisa su historial clínico: según el informe del parto, los resultados de las pruebas de laboratorio son normales y la madre se encontraba en buen estado de salud durante el embarazo y el parto. Cruzamos los dedos y esperamos que los antibióticos empiecen a dar resultados pronto.
Una hora más tarde voy caminando hacia el hospital cuando veo a uno de nuestros auxiliares de enfermería corriendo hacia la sala de Pediatría. Acelero el paso y cuando llego, veo a Alex agachado al lado de la cama de Benedict con un resucitador manual en la mano. Aún están intentado colocarle una vía intravenosa (la anterior cánula ha dejado de funcionar, así que no tenemos manera de darle la medicación de manera directa).
Ojalá hubiera estado aquí; es todo lo que puedo decir. Aunque, de todos modos, probablemente, no habría sido capaz de hacer nada
Tan pronto le veo, pido a gritos que alguien me traiga una aguja intraósea. Esta aguja especial nos permite realizar una punción y suministrar así líquidos y medicamentos directamente en la médula ósea de un paciente en shock para el que no tenemos otro tipo de acceso intravenoso, como es el caso de nuestra bebé.
Las delgaditas piernas de Benedict están extendidas sobre la cama, agarro con fuerza una de ellas para que permanezca recta mientras clavo la aguja en su tibia.
Una vez que le administramos glucosa, coloco mis manos alrededor de su pecho y comienzo la reanimación cardiopulmonar. En un bebé tan pequeño solo hace falta aplicar una mínima presión sobre su caja torácica, que puedo ejercer con mis pulgares.
La mascarilla infantil que Alex está colocando sobre el rostro de Benedict es demasiado grande y el aire se escapa estérilmente por el espacio que queda alrededor de su barbilla. Tratamos de ajustarla varias veces, pero sin éxito. En el hospital no tenemos máscaras de estas características para bebés prematuros. Por segunda vez en el día pregunto: “¿Estáis seguros de que su madre ha realizado todo el seguimiento de su embarazo aquí?”
“Sí”, vuelven a contestarme un coro de voces procedentes del confundido personal que no sabe por qué insisto en preguntarlo.
El porqué de mi insistencia es sencillo: Médicos Sin Fronteras realiza las pruebas del VIH y de otras infecciones de transmisión sexual a todas las madres que dan a luz con la organización, así que si la mamá y/o el bebé hubieran dado positivo a alguna de estas enfermedades ya lo sabríamos.
Sabiendo esto, respiro profundamente y aparto suavemente la mano de Alex, que sujeta el respirador manual en la cara de Benedict. Me acerco a ella para hacer algo que hasta el momento sólo había practicado con un maniquí de goma.
Tras un pequeño soplo de aire a través de mi boca sobre la nariz y los labios de Benedict siento que su pecho se levanta. El esfuerzo por mi parte es minúsculo; puedo proporcionarle las cinco respiraciones que necesita con menos de una de las mías.
Mientras, reanudo las compresiones sobre su caja torácica. Dos respiraciones más. 15 compresiones más. Dos respiraciones más. 15 compresiones. Pierdo la cuenta de cuántas veces he hecho esto cuando el bebé finalmente se estremece e inhala un poco de aire, dejando escapar un débil sonido.
Alex coloca de nuevo la máscara y el oxígeno sobre la cara del bebé mientras sus respiraciones se vuelven más regulares y las palpitaciones de su corazón más regulares. Nos miramos el uno al otro con una mezcla de alivio y resignación. Alivio porque está respirando de nuevo. Resignación porque siendo realistas no sabemos por cuánto tiempo lo hará.
Alex explica a la mamá y a la abuela que Benedict sigue estando muy enferma y que vamos a administrarle glucosa y leche materna a través de una sonda nasogástrica. Su madre nos mira tranquila mientras asiente y entiende que la situación es complicada.
Cuando vamos a tratar de reanudar el trabajo en el resto del hospital, Benedict entra en apnea (la respiración se detiene) otra vez. A lo largo de la tarde tenemos que reanimarla hasta en tres ocasiones.
Apenas son las cuatro de la tarde y me encuentro agotada. Me duelen muchísimo la espalda y los hombros a causa de la tensión y siento como si me hubiera pasado una apisonadora por encima.
Tras la tercera reanimación colocamos a Benedict, que respira de forma irregular, sobre el pecho de su madre, piel con piel; fatigada, de rodillas, me inclino sobre la cama.
La abuela se sienta a mi lado, pone su mano suavemente sobre la mía y después la levanta para tocarme ligeramente la cabeza mientras murmura algo en sango, uno de los idiomas locales.
“Desea que Dios te acompañe”, me traduce amablemente la mamá de Benedict. Sus cálidos ojos me miran y, de repente, me siento irremediablemente conmovida por estas dos mujeres y por su bendición. Si alguien necesita que Dios esté con ella es Benedict, pero en lugar de eso, ellas piden por mí.
Nunca me he sentido más miserable o inútil en toda mi vida, murmuro algunas excusas y me levanto torpemente para salir de la habitación mientras mis ojos se enrojecen producto de la frustración e impotencia.
Alex coloca con simpatía su brazo alrededor de mis hombros mientras nos alejamos del edificio del hospital. Apoyo, por un segundo, mi cabeza en su hombro, agradecida, por poder aferrarme a algo, a alguien más fuerte que yo, por el apoyo de alguien cuya respiración no parece depender de la mía. Pero no puedo abandonarme a estos sentimientos. Ponerme a llorar ahora significaría no parar de hacerlo hasta llegar a casa.
Mientras caminamos revisamos una vez más las opciones de tratamiento que tenemos aquí, lo que hemos hecho y lo que podemos hacer por Benedict.
Las respuestas son: no mucho, todo, y nada. En ese orden.
Necesita una incubadora para estabilizar su temperatura, una vía central para que podamos administrarle medicamentos y líquidos, un ventilador y un sofisticado equipo de para ayudarle a respirar. No tengo ninguna duda de que en mi país y con los recursos occidentales, la supervivencia de Benedict estaría asegurada.
Pero todo lo que tiene aquí es el calor del cuerpo de su madre, un gotero de glucosa y mi aliento. Y las probabilidades demuestran que no será suficiente.
Esa noche, de vuelta a la casa, me encierro en mi habitación y me sumerjo en la mundana tarea de actualizar los stocks de la farmacia, comprobar los medicamentos que hemos recibido y separarlos cuidadosamente.
Mi walkie-talkie está colocado a mi lado, rodeado de papeles. Cada pequeño ruido me pone en alerta. No estoy de guardia esta noche, pero compruebo y sintonizo el canal correspondiente con la esperanza de que no tenga lugar la llamada desde el hospital, una llamada que parece inevitable.
Y llega justo después de la medianoche.
Salto de la cama completamente vestida, echo a correr a través del complejo y arranco el todoterreno, que avanza dando tumbos a través del camino. Recojo al médico y a la enfermera local y subimos a la colina donde se encuentra el hospital. Tengo la sensación de que vamos más despacio de lo habitual.
Tan pronto como entramos en la sala de pediatría compruebo que en la esquina hay una cama vacía, una cama que debía estar ocupada. Una auxiliar de enfermería acude a explicarnos que después de que Benedict dejara de respirar por cuarta vez, su familia expresó el deseo de llevarla de vuelta a casa.
Ojalá hubiera estado aquí; es todo lo que puedo decir. Aunque, de todos modos, probablemente, no habría sido capaz de hacer nada.
A pesar del ritmo frenético que llevamos en el hospital, el peso de la muerte de Benedict y el hecho de no haberme podido despedir de ella ni de su familia me pesan durante el resto de la semana. En más de una ocasión me invade un sentimiento aplastante de impotencia y tengo que morderme el interior de mi mejilla para evitar empezar a llorar. Sin embargo, por la noche, de regreso ya a la intimidad de mi habitación, mis ojos permanecen obstinadamente secos.
Unos días más tarde, mientras estoy fuera del laboratorio explicando que tenemos que planificar los pedidos de medicamentos y para ello es esencial realizar periódicamente un estricto inventario, dos mujeres llaman mi atención mientras caminan en mi dirección. Durante un breve instante no logro reconocerlas, pero tan pronto escucho la voz gutural de la más joven, los recuerdos vienen a mi mente. Son la madre y la abuela de Benedict que vuelven para vernos.
Las palabras se secan en mi boca y se me hace un nudo en la garganta. Lo siento, quiero decirles. Siento mucho que no hayamos podido hacer más, que no tuviéramos más que ofreceros. Siento que después del tiempo que pasamos juntos ninguno de nosotros estuviera acompañándoles en los últimos momentos de su hija. Pero no puedo.
Al ver mi silencio incómodo, la abuela alza la mano y repite la frase que me dirigió en la unidad de pediatría días antes. La marea de lágrimas que he estado guardando desde hace días me asalta. Lloramos juntas; somos solo lo que somos: tres mujeres unidas en nuestro duelo por una hija.
Las miro mientras se alejan lentamente, y me siento, de alguna manera, diferente, capaz de estar un poco más erguida. El peso de la pena, de la responsabilidad y del fracaso que había estado cargando desde la muerte de Benedict no ha desaparecido, se ha transformado; en su lugar queda el peso del privilegio de estar aquí y ser capaz de demostrar que valía la pena luchar por salvar la vida de su bebé. La carga no es menos pesada, pero yo soy capaz de soportarla un poco mejor.
A medida que desaparecen tras las puertas del complejo, me doy la vuelta y regreso hacia el hospital. Sé que probablemente no volvamos a vernos, pero sospecho también que nunca nos vamos a olvidar. Me siento afortunada por haberlas conocido.
Los nombres empleados han sido modificados para proteger la identidad de los pacientes.
Emma Pedley es enfermera de Médicos Sin Fronteras en República Centroafricana.
Este post forma parte del Concurso de Post Solidarios que la Fundación Mutua Madrileña ha puesto en marcha con motivo de los III Premios al Voluntariado Universitario.
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