Niño muerto en la playa
Es bueno que los países prósperos tomen conciencia de la disyuntiva que representan las migraciones masivas, pero el problema solo se resolverá con soluciones reales y duraderas en los países de origen.
La fotografía de Aylan Kurdi, un niño sirio de tres años muerto en una playa de Turquía cuando con su familia trataba de emigrar a Europa, conmovió al mundo entero. Y sirvió para que varios países europeos ampliaran su cuota de refugiados —no todos, desde luego— y la opinión pública internacional tomara conciencia de la magnitud del problema que representan los cientos de miles, acaso millones, de familias que tratan de escapar del África y de Medio Oriente hacia el mundo occidental donde, creen, encontrarán trabajo, seguridad y, en pocas palabras, la vida digna y decente que sus países no pueden darles.
Es bueno que haya ahora, en los países más prósperos y libres del mundo, una conciencia mayor de la disyuntiva moral que les plantea el problema de estas migraciones masivas y espontáneas, pero sería necesario que, por positivo que sea el esfuerzo que hagan los países avanzados para admitir más refugiados en su seno, no se hicieran ilusiones pensando que de este modo se resolverá el problema. Nada más inexacto. Aunque los países occidentales practicaran la política de fronteras abiertas que los liberales radicales defienden —defendemos—, nunca habría suficiente infraestructura ni trabajo en ellos para todos quienes quisieran huir de la miseria y la violencia que asolan ciertas regiones del mundo. El problema está allí y sólo allí puede encontrar una solución real y duradera. Tal como se presentan las cosas en África y Medio Oriente, por desgracia, aquello tomará todavía algún tiempo. Pero los países desarrollados podrían acortarlo si orientaran sus esfuerzos en esa dirección, sin distraerse en paliativos momentáneos de dudosa eficacia.
La raíz del problema está en la pobreza y la inseguridad terribles en que vive la mayoría de las poblaciones africanas y de Medio Oriente, sea por culpa de regímenes despóticos, ineptos y corruptos o por los fanatismos religiosos y políticos —por ejemplo el Estado Islámico o Al Qaeda— que generan guerras como las de Siria y Yemen, y un terrorismo que diariamente ciega vidas humanas, destruye viviendas y tiene en el pánico, el paro y el hambre a millones de personas, como ocurre en Irak, un país que se desintegra lentamente. No se trata de países pobres, porque hoy en día cualquier país, aunque carezca de recursos naturales, puede ser próspero, como muestran los casos extraordinarios de Hong Kong o Singapur, sino empobrecidos por la codicia suicida de pequeñas élites dominantes que explotan con cinismo y brutalidad a esas masas que, antes, se resignaban a su suerte. Ya no es así gracias a la globalización, y, sobre todo, a la gran revolución de las comunicaciones que abre los ojos a los más desvalidos y marginados sobre lo que ocurre en el resto del planeta. Esas multitudes explotadas y sin esperanza saben ahora que en otras regiones del mundo hay paz, coexistencia pacífica, altos niveles de vida, seguridad social, libertad, legalidad, oportunidades de trabajar y progresar. Y con toda razón están dispuestas a hacer todos los sacrificios, incluido el de jugarse la vida, tratando de acceder a esos países. Esa emigración no será nunca detenida con muros ni alambradas como las que ingenuamente han construido o se proponen construir Hungría y otras naciones. Pasará por debajo o por encima de ellos y siempre encontrará mafias que le faciliten el tránsito, aunque a veces la engañen y conduzcan no al paraíso sino a la muerte, como a los 71 desdichados que murieron hace algunas semanas asfixiados en un camión frigorífico en las carreteras de Austria.
La emigración no será nunca detenida con muros ni alambradas como las de Hungría
La capacidad para admitir refugiados de un país desarrollado tiene un límite, que no conviene forzar porque puede ser contraproducente y, en vez de resolver un problema, generar otro, el de favorecer movimientos xenófobos y racistas, como el Front National de Francia. Es algo que está ocurriendo incluso en países tan avanzados como la propia Suecia, donde la última encuesta de opinión pone a un partido antiinmigrantes como el más popular. No hay duda que la inmigración es algo indispensable para los países desarrollados, los que, sin ella, jamás podrían conservar en el futuro sus altos niveles de vida. Pero para ser eficaz, esta inmigración debe ser organizada y ordenada de acuerdo a una política común inteligente y realista, como está proponiendo la canciller Angela Merkel, a quien, en este asunto, hay que felicitar por la lucidez y energía con que enfrenta el problema.
Pero, en verdad, este sólo se resolverá donde ha nacido, es decir, en África y el Medio Oriente. No es imposible. Hay dos regiones del mundo que eran, al igual que estas ahora, grandes propulsoras de emigrantes clandestinos hacia Occidente: buena parte del Asia y América Latina. Esta corriente migratoria ha disminuido notablemente en ambas a medida que la democracia y políticas económicas sensatas se abrían camino en ellas, los Estados de derecho reemplazaban a las dictaduras, y sus economías comenzaban a crecer y a crear oportunidades y trabajo para la población local. La manera más efectiva en que Occidente puede contribuir a reducir la inmigración ilegal es colaborar con quienes en los países africanos y el Medio Oriente luchan para acabar con las satrapías que los gobiernan y establecer regímenes representativos, democráticos y modernos, que creen condiciones favorables a la inversión y atraigan esos capitales (muy abundantes) que circulan por el mundo buscando donde echar raíces.
Esas masas que vienen a Europa rinden, sin saberlo, un homenaje a la cultura de la libertad
Cuando era estudiante universitario recuerdo haber leído, en el Perú, una encuesta que me hizo entender por qué millones de familias indígenas emigraban del campo a la ciudad. Uno se preguntaba qué atractivo podía tener para ellas abandonar esas aldeas andinas que el indigenismo literario y artístico embellecía, para vivir en la promiscuidad insalubre de las barriadas marginales de Lima. La encuesta era rotunda: con todo lo triste y sucia que era la vida, en esas barriadas los ex campesinos vivían mucho mejor que en el campo, donde el aislamiento, la pobreza y la inseguridad parecían invencibles. La ciudad, por lo menos, les ofrecía una esperanza.
¿Quién que padezca la dictadura homicida de un Robert Mugabe en Zimbabue o el averno de bombas y machismo patológico de los talibanes de Afganistán, o el horror cotidiano que yo he visto en el Congo, no trataría de huir de allí, cruzando selvas, montañas, mares, exponiéndose a todos los peligros, para llegar a un lugar donde al menos fuera posible la esperanza? Esas masas que vienen a Europa, desplegando un heroísmo extraordinario, rinden, sin saberlo en la gran mayoría de los casos, un gran homenaje a la cultura de la libertad, la de los derechos humanos y la coexistencia en la diversidad, que es la que ha traído desarrollo y prosperidad a Occidente. Cuando esta cultura se extienda también —como ha comenzado a ocurrir en América Latina y el Asia— por África y el Medio Oriente, el problema de la inmigración clandestina se irá diluyendo poco a poco hasta alcanzar unos niveles manejables.
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