Primer polvo
Imagina que te echas un novio de treinta y siete. Talludito. Imagina que te invita a su casa, que entras en su cocina y que te encuentras ante unos muebles como los de su abuela
Imagina que te echas un novio. Un novio de treinta y siete. Talludito. Imagina que te invita a su casa, que entras en su cocina y que te encuentras ante unos muebles como los de su abuela. Efectivamente, son los de su abuela. Entonces piensas que las cocinas de las abuelas, con esos mueblazos de madera y esas puertas de cristales tallados tienen su encanto, siempre que sigan siendo de una abuela. Te da la impresión de que tu nuevo novio se fija tan poco en su entorno, que el único cambio que ha hecho antes de que vinieras ha sido quitar el calendario de la caja de ahorros que tenía la abuela del año 85 colgado con chinchetas para poner un póster de Chaplin. Sospechas que el póster es herencia de los padres, porque tus padres tienen uno igual. Imagina que te quedas a dormir con él. No me gusta fisgonear en las alcobas de nadie, pero presiento que si el cabecero de la cama es también el de la abuela vas a experimentar un bajonazo transitorio, que superarás gracias a que el sexo obnubila el entendimiento. Imagina que, por la mañana, el olor del café entra en tu sueño. Qué detallista, pensarás. Detallista es el adjetivo que usamos cuando un hombre hace el café. Te levantas y… ¿qué hace su hermana en la cocina? Ah, no, que es él, que se ha soltado el pelo. Te sientas. Imagina que te sirve salmorejo de brik, jamón en lonchas, rebanadas de pan de molde. Y comes. Comes porque el sexo siempre da hambre, pero piensas, madre mía, cuánto hay que cambiar aquí.
Como si te estuviera viendo.
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