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Columna
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Giovinezza

¿A santo de qué les cuento todo esto? Vaya, pues se me ha olvidado

Fernando Savater

En las elecciones alemanas de 1930, los nazis pasaron de poco más del 2% del electorado a superar el 18%. Entusiasmado siempre por la juventud y por el entusiasmo mismo, Stefan Zweig celebró el impulso “quizá nada sensato” pero arrolladoramente saludable con que los jóvenes rechazaban la lenta y vacilante democracia convencional del Reichstag.

Fue un joven de 24 años, Klaus Mann, hijo de Thomas y excelente escritor él mismo, quien tuvo que recordarle la frecuente tendencia juvenil a lanzar juicios sumarísimos sobre realidades complejas que apenas entienden, como ocurría precisamente entonces, cuando “tantos estaban empeñados en propagar la regresión y la barbarie con el mismo impulso y determinación que debería reservarse para mejores propósitos”. Atreviéndose a rectificar a un autor maduro y admirado como Zweig, Mann le recordó que “la revolución de la juventud puede estar al servicio e interés de fuerzas nobles e innobles”.

Pronto lo comprobó Stefan Zweig por sí mismo. Sus obras fueron quemadas públicamente, su nombre prohibido en editoriales y publicaciones, su casa de Salzburgo saqueada… Tras vagabundear exilado por Inglaterra, Estados Unidos y Brasil, se suicidó con su mujer en Petrópolis en 1942. Klaus Mann también tuvo que exilarse, denunciando incansablemente el nazismo. Nacionalizado estadounidense, se alistó en el ejército y desembarcó en Italia. Después de la guerra, sus escritos críticos e inconformistas tuvieron problemas para ser publicados. Finalmente se suicidó en el sur de Francia en 1949. Y mientras los jóvenes europeos siguieron apostando por movimientos radicales que cancelasen de una vez la modorra democrática establecida.

¿A santo de qué les cuento todo esto? Vaya, pues se me ha olvidado.

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