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Tribuna
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Cambio y Constitución

La constitución vigente, que ha prestado grandes servicios, ya no es suficiente para garantizar nuestros derechos. Estamos obligados a fijar nuevas reglas que limiten el poder, también financiero y devuelvan la eficiencia a nuestros dirigentes

Antonio Rovira
RAQUEL MARIN

La necesidad lo determina todo. Somos la única especie que para poder vivir tiene forzosamente que decidir, tiene que elegir y competir. Y esta necesidad se ha convertido en nuestra categoría diferenciadora y nos ha forzado a organizarnos y a fabricar el Derecho, un conjunto de palabras, de reglas que inventamos para poder defendernos, para poder mantenernos. La verdad en derecho es verdad porque nos interesa.

Por eso no hay un Estado sin Derecho aunque solo el Estado de derecho, la democracia, viene regulada y sometida a una norma superior que nos dice quién puede ejercer el poder y en qué condiciones, cómo se hacen las leyes y cuáles son nuestros poderes.<TB>Así es; la Constitución es un producto nuestro, demasiado nuestro: parcial, imperfecto, caprichoso y siempre interesado, que debe cambiar porque sus palabras también envejecen y se desgastan como cualquier otra materia.

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La Constitución es como el agua o el oxígeno, una herramienta, no un fin; un instrumento que no tiene nada trascendente. Un pacto, un contrato social que institucionaliza un determinado “orden” que será justo si sirve para realizar los derechos. Por eso la Constitución o la ley a toda costa no tiene sentido, porque lo primero debe ser la persona, todo lo demás son medios e instrumentos.

Y así hace apenas una generación los ciudadanos nos tomamos muy en serio y consensuamos la mejor, la más eficiente Constitución de nuestra historia. Pero todo lo que tiene un principio tiene un final. ¿Cómo podría ser si no? Todo aquello que se produce nace y muere, y nuestro actual contrato social, sobre todo después de la última reforma, está herido, fuera de época y los poderes del Estado muestran claros síntomas de debilidad y la debilidad es ruidosa como la copa vacía que siempre hace más ruido que la llena, y autoritaria, porque el más armado suele ser el más cobarde.

La forma de elección de nuestros representantes, necesaria y adecuada para consolidar la democracia tras décadas de dictadura, no nos representa y las dotadas y caras instituciones de garantía han dejado de ser comisiones de control para convertirse en instrumentos de los partidos y del Gobierno al que debieran vigilar. Sencillamente, están a sus órdenes, pendientes de sus intereses e instrucciones.

El príncipe de cada partido designa a los diputados y senadores que nombran directa o indirectamente a los miembros del Tribunal Constitucional, Consejo General, Defensor… y terminan nombrando a sus ministros y a gran parte de la Administración central, autonómica y local, también a los consejeros de empresas públicas, del Banco de España… Esto ocurre hoy, cuando es más necesario que nunca poner freno al caciquismo y clientelismo de la función pública, entre otras cosas porque oculta y facilita la corrupción. Por eso, el cambio también implica sacar a los amigos y familiares de los cargos públicos y eliminar los privilegios de aquellos partidos políticos que han recibido dinero de forma ilimitada de cajas y bancos que salvamos de la quiebra con nuestros impuestos.

Es más necesario que nunca frenar la corrupción, el caciquismo y el clientelismo

¿Qué duda cabe? Los partidos endogámicos están contribuyendo a debilitar la democracia al instrumentalizar las instituciones de garantía en su propio interés y convertirlas en muros de contención de las protestas. Cuando las cosas van mal, cuando arrecian los gritos de indignación de la gente, piden un informe o aprueban una norma para intimidar.

Han convertido la ley en propaganda, en objeto de consumo. Se anuncian, tramitan y reforman para calmar los ánimos, para distraer la atención o desarticular una protesta. Leyes ligeras, sin consistencia, aprobadas para la galería y a menudo poco claras, coyunturales, sin vocación de continuidad, incluso mal redactadas, con un exasperante legalismo, un exceso de concreción, de rigidez, de detalle basado en la idea interesada de que la realidad social puede y debe controlarse totalmente por las normas.

Por eso repiten sin rubor “la legalidad y la constitucionalidad por encima de todo”, porque defienden su legalidad y su constitucionalidad y la defienden porque está a su servicio y con ella nos amenazan. Incluso pueden convertir la reforma constitucional en una “pose” y decirnos que todo lo hacen por nuestro bien. Pero cuando los poderes democráticos necesitan levantar murallas de papel legal para protegerse es que algo se ha roto en el fondo del sistema.

En fin, que la Constitución vigente, a la que rendimos culto por los servicios prestados, ya no es ni eficiente ni suficiente para garantizar nuestros derechos y controlar al nuevo capitalismo financiero global, ante el cual nuestros dirigentes han levantado los brazos. El resultado es el triunfo absoluto de la lógica mercantil frente a unos ciudadanos cada día más debilitados, agotados de tanto competir.

Tan peligroso es no afrontar la situación como afrontarla desde una perspectiva apocalíptica

Es verdad que el problema en gran medida es global y que siempre ponemos más énfasis en los momentos de crisis que en las buenas situaciones, al igual que la enfermedad siempre se siente más que la salud, pero tampoco podemos engañarnos, estamos en un momento desesperadamente y, en parte, artificialmente complicado, con conflictos territoriales muy graves sin resolver por miedo a abrir el debate. ¡Presidente! llamamos a la puerta y nadie responde.

Por supuesto que sabemos que la Constitución por sí sola no puede cambiar la realidad, que no resuelve los problemas, pero qué duda cabe de que sí nos dice quién puede y debe hacerlo. Por eso conviene reafirmar nuestro contrato social con una reforma que no se reduzca al cambio de las comas para disimular o al estudio exclusivo de la gramática de sus palabras, que coincide con la falsa excelsitud de quienes ponen los ojos en blanco cuando hablan del “concepto” de “ley” o de “principios” y no están dispuestos a dejarlos contaminar con historias, casos o subjetividades.

No tenemos más remedio que dedicarnos a fijar nuevas reglas que limiten el poder, también financiero, y devuelvan la eficiencia a nuestros dirigentes y la confianza en nuestros representantes. Necesitamos como el agua un cambio constitucional creíble y que esté por encima de “todos”.

No hay otra opción, porque los cambios casi nunca son voluntarios; los cambios suelen ser inevitables y necesarios y siempre los impulsan los que no están bien, los que más los necesitan. Y hay que abordarlos, sin los tradicionales extremismos, que son la mejor forma de eludir los compromisos. Tan peligroso es no afrontar la situación como afrontarla desde la perspectiva apocalíptica del que se consuela divulgando sus frustraciones diciendo que no merece la pena hacer nada, que no hay remedio, que no hay solución porque las hay, aunque parciales y temporales… Todo se construye a trozos.

Antonio Rovira es catedrático de Derecho Constitucional y director del Máster en Gobernanza y Derechos Humanos (Cátedra J. Polanco UAM/Fundación Santillana).

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