La pesca o nada
En las costas burundesas del lago Tanganica la pesca tradicional sobrevive a la inestabilidad política que vive el país
Olivier se abrocha la cazadora y enciende el que será el primer cigarrillo de una larga jornada pesquera. Los ahorros mensuales no le dan para otro capricho; quizás, alguna recarga de crédito en un móvil apuntalado con gomillas elásticas. La calle, la gente, el pueblo arde de impotencia democrática en Burundi por el intento de golpe de Estado al presidente Pierre Nkurunziza tras declarar que se presentaría a un tercer mandato. Esta decisión fue denunciada por la oposición y marcó el comienzo de un periodo de violencia y de inestabilidad política. Pero la pesca continúa su día a día intentando remar contracorriente. Economía de batalla, que lo llaman. Las cifras de ACNUR reflejan que casi un total de 144.000 burundeses han huido desde principios de abril a las vecinas Ruanda, Tanzania y República Democrática del Congo por las aguas del lago Tanganica.
El pequeño asentamiento pesquero donde vive Olivier en Bujumbura es un espacio tan pequeño que se está en él de repente. Carece de esa dignidad que otorgan unas afueras, una periferia. Y aquí, entre tiendas de campaña improvisadas, conviven una treintena de hombres que entienden la pesca tradicional como su propio referéndum al sí a la vida. A escasos metros, el restaurante Bora-Bora o el Hotel du Lac continúan sirviendo mojitos a precios de expatriados para los cientos de soldados de la misión de la Observación Electoral de las Naciones Unidas en Burundi (MENUB) y para los consultores europeos ataviados de traje.
Moisés, enfundado en un gorro de lana con el escudo del Barcelona, se despierta con la llamada del joven patrón y agarra su manta reducida y adelgazada por una década de uso para buscarle un hueco en su nasa. ¿Para qué dejarla en tierra si es su segunda piel en el medio del lago, oscuro y repleto de rumores sobre cocodrilos gigantes? A este marinero, su cobertor le ha protegido de lluvias y ventiscas, ha destilado con ella las mejores y no tan buenas horas de su vida e incluso ha sido recompensada con un agujero de bala del mes de abril. Las únicas lumbres en este paraje sin alma son las cenizas del cigarro de Olivier y la del cuarto menguante de luna. Prácticamente a oscuras. Aunque la costumbre les hace moverse con agilidad. Las olas golpean una orilla repleta de astillas de madera, escamas de pescado y trozos de red.
“¿Está todo? ¿Necesitamos algo más?”, pregunta en francés y en voz baja el joven Deniss de 14 años, el tercero de los pescadores. “Necesitar, necesitar... ¡Todo y nada!”, le responde Andrew. Le apetece, sobre todo, un largo trago de vino recio y áspero que hace las funciones de desayuno. Son exactamente las 23.07 horas de la noche y estos cuatro pescadores se adelantan al resto del asentamiento poniendo dos barcazas en el agua fría del Tanganica. Por delante, otra noche más en busca de ndagala, una especie de boquerón pequeño que sirve como una de las pocas fuentes de proteínas para la población empobrecida de Burundi y de toda la costa que bordea el lago, el segundo más profundo del mundo tras el Baikal, en Rusia.
La pesca en aguas turbulentas
La pesca constituye una parte muy pequeña (alrededor del 2%) de la producción agrícola total de Burundi. Sin embargo, es una actividad importante por su contribución al suministro de alimentos. Las capturas dependen en gran medida del estado de la seguridad en un país que vive de espaldas al resto de los incluidos en la comunidad de África del Este, sobre todo sus vecinas Ruanda y Tanzania. El genocidio de los noventa, la guerra civil y un futuro con anorexia para la población juvenil son parte de los ingredientes para una bomba de relojería a punto de estallar. Otra vez.
Diferenciando tres tipos de pesca, la producción se destina en su totalidad al mercado interno: la industrial (controlada por los griegos), la artesanal y la de subsistencia. La pesca artesanal, como la que realiza Olivier y su flotilla, es una forma de pesca de bajura practicada en la parte norte del lago Tanganica, así como en los lagos Cohoha y Bweru, y representa la mayor parte de la captura. Para el turista casual que pasea por las calles de la capital burundesa, hoy tomada por militares y con una población en franca retirada, puede apreciar multitud de puestos ambulantes regentados por mujeres que venden el ndagala, especie endémica del lago. Por 20 céntimos de euro puedes tener un cartucho listo para degustar.
Aunque la inflación se ha dejado sentir también. “En 2004, el kilogramo costaba dos euros, en 2013, cuatro euros y medio y, en junio del 2015, el precio que tenemos ronda los seis”, explica Simon Guritzika, responsable de los pescadores en esta zona de la playa. Una tercera parte del consumo de proteínas de origen animal en el país proviene de la pesca y el sector emplea a más de 100.000 personas.
1.18 horas de la noche. Adentrados en el lago, desde donde ya no se distinguen las luces de Bujumbura, las dos barcazas dejan de remar. Los pescadores comienzan a trenzar grandes mástiles que se colocan en horizontal uniendo las barcas. La fotografía muestra un rectángulo perfecto: dos embarcaciones enfrentadas y unidas por troncos de madera desde los que cuelgan unas mallas rojas que se sumergen quedando listas para capturar el botín.
Una tercera parte del consumo de proteínas de origen animal en el país proviene de la pesca
Es en este momento, en el que el montaje se ha terminado, cuando Olivier comienza a armar su pequeño laboratorio. El método consiste en el uso de lámparas de parafina presurizadas suspendidas por encima de la superficie del agua, sobre palés de madera, para atraer a un aluvión de peces que quedarán atrapados bajo las canoas en la gran red de nylon. Pero no de momento. Quedan unas tener horas de espera mirando como la noche engulle Burundi. Hay que tener paciencia y algo de abrigo.
“¿Has visto lo que hemos hecho? Pues este es nuestro trabajo cada día. Cada día. A mí, en realidad, me hubiera gustado estudiar, pero tengo que mantener a mi pequeña familia”, explica Olivier mientras enseña una foto de su mujer con su hija en la pantalla difuminada de su móvil. El ruido de la madera humedecida que cruje y del gas que se quema intermitente acompañan la noche. La oscuridad está salpicada de otras pequeñas embarcaciones que se sitúan a unos 30 metros. Deniss no deja de achicar agua con un trozo de plástico. El nivel de flotación hace minutos que está hundido.
A quien madruga…
Al amanecer, el espectáculo visual desconcierta. Tonos rosados y anaranjados que se reflejan en el agua. A un lado, las montañas de la República Democrática del Congo, al otro, se oye, suavizado, el runrún de la ciudad. La captura de hoy no ha estado mal a saber por la caras de la flotilla. Ahora se trata de recoger a mano las redes cargadas de cientos de kilogramos de materia prima, desatar las embarcaciones y remar hasta una orilla que se presenta abarrotada. Según la imagen, nada parece indicar que el país esté en alta tensión.
La lonja improvisada en la arena fría por el relente de la noche se compone de pescadores que salen a faenar de día, hombres arrinconados que recomponen desaguisados imposibles de enmendar en las mallas, cocineras que en ollas de latón hierven agua con alguna verdura, niños que corretean, círculos de empresarios que apuestan los francos burundeses a una buena compra y decenas de bicicletas y moto-taxis que transportarán la mercancía hasta la ciudad. La rapidez es esencial.
El pescado, antes de ser comprado por la población local, pasará por un proceso de secado. “Antes había que esperar unos tres días, pero como lo secábamos en la arena, entre los gatos y perros que se los comían y que un alto porcentaje quedaba inservible perdíamos mucha cantidad. Ahora, en medio día ya podemos hacer bolsitas de plástico listas para vender”. Quien comenta la transformación que sufrió esta industria es Girondine. Ella fue una de las beneficiarias del programa de implementación de la FAO para construir, hace 11 años, secaderos de tela metálica sostenidos por palos de madera. De esta forma, los bastidores quedaban fuera del alcance de los animales y podían cubrirse en el caso de que lloviera, evitando el deterioro de los ndagala. El número de secadores a lo largo de las orillas del lago Tanganica ha aumentado de 500 a más de 2.000 unidades.
A escasos 50 metros del bullicio, Lionel Ntasano, director gerente de un pequeño pero muy acogedor hotel familiar, el Nonara Beach Resort, desayuna un capuchino con una libreta en la que apunta el género que tendrá que comprar hoy. Explica que la situación del país es insostenible para el sector del turismo. “Sinceramente, no sé cómo este país está en pie. Parece mentira que con la riqueza natural y paisajística que tenemos, los políticos se lo estén cargando. No sé cuánto tiempo nos queda de vida. Mientras haya expatriados por la zona, las habitaciones de mi hotel estarán llenas y yo podré pagar al personal y los gastos. Estamos al límite” apostilla, preocupado.
A mediodía, las flotillas que salieron a faenar durante la noche descansan resguardados de un sol que pica con fuerza. Olivier y los suyos duermen esperando que llegue la noche para una nueva faena. El Tanganica espera intranquilo el desenlace de un país que se descompone entre ndagala y redes de pescar.
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