Quiérete, Meg
La actriz ha dado el último escándalo a cuenta de su último recauchutado
Todos los días, al asomarme al primero de los cientos de espejos en los que me miraré hasta que me acueste, veo quién soy al otro lado. Una mujer de 48 años hija de su madre y de su padre, hijos a su vez del hambre, la miseria y la incultura forzosa de esa posguerra que no se da en la ESO. Una madre trabajadora con sus ojeras de lémur, sus patas de gallo de pelea, su ceño de lechuza y sus surcos de arado romano encerrándole la boca entre paréntesis. Con todas sus pérdidas y todos sus logros y toda la alegría y todo el hastío de vivir impresos en ese cutis seco tirando a mixto que se arruga más que el lino bueno. Luego viene la metamorfosis. La hora larga de crema, chapa y pintura imprescindible para reunir el coraje y la autoestima para salir por esa puerta y enfrentar lo que te espera ahí fuera.
Porque ahí fuera están las comparaciones. Y son odiosas. Sobre todo las de una misma. Siempre hay alguien más joven y más guapo y más delgado y más digital y más de todo, o que lo parece. Y siempre hay alguien que te lo recuerda. Sobre todo, una misma. Es por eso que todos los días, al verle la jeta a la señora del espejo, pienso hacerme algo. Pinchazos, cirugía, láser. Anda que no hay recursos. Te lo repite todo el mundo. Las revistas, la tele, la vecina, la colega. Si envejeces la culpa es tuya, pobretona. O peor: cobarde.
Si esto le pasa a alguien cuyo trabajo, por ahora —está la cosa muy mala—, no depende de su aspecto, imagino la ansiedad con la que viven el deterioro aquellas para las que su rostro es su currículo. Meg Ryan ha dado el último escándalo a cuenta de su último recauchutado. En los noventa, Ryan fue la imagen de la juventud haciendo como que se corría viva ante el sosazo de Billy Cristal. Invito a todos a googlearle y ver a la pepona en que se ha convertido el susodicho. Dicen que ella es adicta al quirófano. No estaría yo tan segura. Si es así, te queremos, Meg. Pero primero quiérete tú misma.
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