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Las niñas presas de El Salvador

Las internas de la única cárcel para mujeres menores del país se agarran a la educación para evitar las pandillas cuando recuperan la libertad

Muchas internas de la cárcel de menores lucen tatuajes.
Muchas internas de la cárcel de menores lucen tatuajes.I. Makazaga

“Fuera no me quedan amigas, todas están bajo tierra”. A Verónica, vivir recluida en el único centro de internamiento de niñas y adolescentes de El Salvador le ha salvado la vida. Lleva dos años interna, ha retomado los estudios y todavía le quedan otros cinco por “feminicidio agravado”. Tiempo en el que espera aprender un oficio nuevo: costura y reparación de computadoras. A sus 17 años ya ha marcado su vida para siempre: no tanto por el homicidio, como por haber formado parte activa del entorno de las pandillas, del que dicen que no hay salida.

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Tras el rostro las niñas encerradas en la única prisión de menores de El Salvador aparece una infancia sitiada por la violencia. “Eres una inconsciente, no piensas las cosas. Para cuando lo haces, ya estás aquí y es tarde”. Una “inconsciencia” responsable de la escalada de violencia que ha convertido a El Salvador en el segundo país más violento del mundo con casi 4.000 homicidios en el último año, un 57% más que el año anterior tras la ruptura de la tregua de pandillas.

Y la “inconsciencia” de la que huyen al día centenares de salvadoreños de forma ilegal rumbo a los Estados Unidos para dejar a tras las amenazas, la extorsión y la muerte. Los que no cruzan la frontera también deben desplazarse por el país para proteger a sus hijas y a sus hijos de las redes de la pandilla. En total, se calcula que son 60.000 los jóvenes que forman parte de ellas. Ahora se aprovechan de los menores de edad para cometer los peores delitos conscientes de que las penan serán más bajas. “Los peores criminales en este país son menores de 18 años”, aseguran desde la Procuraduría de Derechos Humanos.

A Verónica fueron los compañeros de escuela los que le llevaron a la pandilla Barrio 18 de la ciudad de San Vicente donde vivía. “Eres rebelde y consideras atractivo andar con droga, siempre en la calle con tus amigos…”. Ahora cumple condena por homicidio con agravante junto a otras 71 chicas entre los 13 y 25 años de edad.

“Si pudiera retroceder en el tiempo, lo evitaría. No dejo de repetírselo a mi hermano que sigue ahí fuera”. Para ella estar dentro de la cárcel le ha supuesto un alivio por los niveles de violencia de la calle y la única manera de seguir con los estudios. El 100% de las internas está escolarizada y cada tres meses un juez realiza un estudio psicosocial: revisan sus notas, comprueban su conducta y repasan su entorno familiar. El 95% carece de referente paterno y muchas de ellas han sido entregadas a redes de trata y prostitución desde edades bien tempranas. El principal objetivo del internamiento es devolverles parte de una infancia perdida: escolarización, apoyo psicosocial y formación profesional.

Hoy a Verónica le toca retomar las clases durante la mañana, por la tarde lo harán las del sector dos, las reclusas relacionadas con la mara salvatrucha (MS-13). Existe un tercer módulo para aquellas que se encuentran en “condición de aislamiento”. Sin embargo, al hablar con ella y el resto de compañeras ninguna reconoce pertenecer a la pandilla.

“Para nosotras sólo forman parte activa de la mara las que van tatuadas, las que han sido brincadas (rito de entrada)”. Y es que si para algo se han puesto de acuerdo las pandillas en los últimos años es para no aceptar a las mujeres en ninguna de ellas. Ya no son “brincadas”, ya no se les realiza ningún ritual.

“Sufren la misma persecución, cometen los peores delitos, pero no gozan ni de la posibilidad de ser consideradas parte”, explica la directora del penal, Graciela Bonilla. Para Las Dignas, asociación feminista del país, el papel de la mujer en estas organizaciones es también reflejo del machismo cultural imperante: “Tan sólo son un objeto de deseo y un objeto perfecto de venganza”. Persiguen a las más guapas para que sean sus novias y pronto se convierten en un blanco fácil para la pandilla rival, la policía y el resto de jóvenes de su propia pandilla.

En 2014 se produjeron 4.000 homicidios, un 57% más que en años anteriores tras la ruptura de la tregua de pandillas

La Procuraduría de Derechos Humanos también matiza que las menores son las que peor situación sufren: “Muchas llegan a las pandillas huyendo de la violencia de sus casas, de la prostitución y terminan en nuevos contextos de violencia”. Una realidad difícil de comprender mirando las caras de todas estas niñas, sin ninguna diferencia, salvo en el excesivo olor a perfume, de las de otras niñas de su edad de cualquier parte del mundo.

Al margen de lo que ellas consideren, el centro penitenciario las separa sin ninguna posibilidad de contacto. “Ahora mismo nos portamos mejor nosotras, luego ya veremos”, señala Carmen, compañera de sector de Verónica y con una pena de 10 años de internamiento también por homicidio.

Carmen sujeta en brazos a su segunda hija durante el descanso entre clase y clase. El 70% de las reclusas es madre con uno o dos hijos. A los dos años los bebés son retirados del centro y entregados a familiares o centros de acogida. “Aquí carecemos de las condiciones mínimas para tenerlos”, aclara la directora mientras se detiene un buen rato con Carmen para conocer cómo está la pequeña.

“Me arrepiento de lo que he hecho porque me tiene alejado de mi hijo y de mi madre”. Lo que Carmen tampoco se perdona es que ahora también su madre forma parte del entorno de la pandilla. Para Carmen, su error le sucede a muchas niñas en su país: se enamoró de un pandillero. “Si tu chico es pandillero tienes que estar preparada para lo que venga”, explica con frialdad. La mirada de Carmen es más dura que la de Verónica. Ella tiene ya 21 años, le quedan siete más de cárcel y sujeta fuerte la mano de su segunda hija, de la que sabe que en breve también tendrá que desprenderse.

Desplazados por la violencia

I.M.

Ante la atenta mirada de la policía, un grupo de familias va recogiendo sus pertenencias. Las pandillas han decidido que necesitan sus casas. Y ni la policía les asegura que podrán permanecer en ellas. A Godofredo P. la amenaza de las pandillas de su barrio le llevó a vivir a tres horas de la capital en la región de Usulutan entre laderas de cafetales, sin acceso a agua potable, ni luz eléctrica. “Trabajaba como bombero y la situación se volvió insufrible por el temor a que reclutaran a uno de mis seis hijos”.

Mientras que Verónica y Carmen retoman las clases, Lara aprovecha para ordenar su habitación dentro del sector 2. Cumple una pena de 15 años “por extorsión”. Lleva cuatro en el centro de internamiento y no ha perdido el tiempo. “Gracias a que estoy aquí, he retomado los estudios y aprendido el oficio de peluquería. A mí salida espero dedicarme a esto junto con mi familia”. Afuera le espera una hija de dos años.

“Acostumbrarte a esta vida es muy duro: al principio echas de menos a la familia y pronto descubres que aquí dentro no puedes confiar en nadie. Nadie se puede acostumbrar a vivir entre cuatro paredes”. En su habitación convive con otras 17 menores. Algunas todavía van vestidas con el pijama y se les pueden ver tatuajes en el abdomen, antebrazos y las piernas.

La habitación es amplia, con una sucesión de literas pegadas a la pared, estrechas taquillas grises y grandes ventanas enrejadas. En algunas habitaciones hay una televisión encendida. En otras, las paredes cuentan historias con el nombre de los chicos a los que se les promete amor eterno o se les increpa por no tener noticias de ellos.

“Los móviles están a la orden del día”, asegura el policía nacional de la puerta del edificio. “Están prohibidos pero o los introducen sus familiares en los lugares más creativos o lo hacemos nosotros mismos. La capacidad de convicción de estas niñas es enorme y nuestros sueldos, fácilmente corruptibles”. Aunque estén en prisión la pandilla no se olvida de ellas: ofrece apoyo a sus familiares, las visita y mantiene al día de la vida del barrio.

Lara baja ahora a la entrada del sector. Es la hora de la comida y por un momento el olor a perfume de toda la cárcel se pierde por el olor a arroz blanco, ensalada y frijoles. Junto a los barrotes van apareciendo manos y retiran poco a poco los platos llenos de comida.

Cuando acaben con un sector, irán a entregar el almuerzo al otro. Tras la comida regresarán las clases y los talleres, su principal arma para no regresar a su salida al entorno de las pandillas. A las cinco de la tarde cenarán, se realizará el recuento de todas ellas, se cerrarán las puertas de cada habitación y en unas horas apagarán las luces. Verónica, Lara, Carmen y sus compañeras habrán pasado un día más con vida en el segundo país más violento del mundo.

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