Respuesta errónea
Un cambio de Gobierno debe ir más allá del trance personal de un ministro
Es posible que el presidente del Gobierno aborde un día de estos algún cambio o reajuste en su equipo ministerial. Entra dentro de sus competencias llevarlo a cabo cuando quiera o no hacerlo nunca, como recuerdan machaconamente sus colaboradores a falta de mejor argumento que el puramente formal para explicar las dudas y titubeos de las últimas semanas. Resulta extraño cambiar el Gobierno a pocos meses de las elecciones generales, pero, en cualquier caso, Mariano Rajoy debe ser consciente de que se equivoca si introduce cambios en función de los problemas personales del ministro de Educación y Cultura, José Ignacio Wert.
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Rajoy siempre se ha mostrado reacio a alterar la composición del Gabinete bajo la presión de la opinión pública, en una actitud de rechazo psicológico a verse condicionado por ella. Al día siguiente del batacazo municipal y autonómico del 24 de mayo todavía no había comprendido que las urnas habían emitido un mandato evidente de cambio político. Poco a poco ha variado de actitud, introduciendo alteraciones mínimas en el equipo directivo del Partido Popular. En tres años y medio solo ha decidido cambios en el Gobierno por circunstancias forzadas: la renuncia de Alberto Ruiz-Gallardón, el cese-dimisión de Ana Mato y la sustitución de Miguel Arias Cañete por desplazamiento al colegio de comisarios europeos.
Si el jefe del Gobierno lleva a cabo ahora un reajuste ministerial, de ninguna manera puede limitarse a sustituir a un ministro que solicita el cambio por motivos personales. Sería completamente irreal imaginarse que la ciudadanía va a aceptar ese tipo de relevo como la respuesta adecuada a un tiempo político nuevo. Más le valdría fijarse en comunicar la idea de giro político al centro, como la que transmiten personas del perfil de Cristina Cifuentes, la nueva presidenta de la Comunidad de Madrid, tanto por el tono de sus intervenciones públicas como por la cintura demostrada en la negociación de un pacto de investidura con Ciudadanos.
Es evidente que Rajoy desconfía profundamente de la política de pactos. Había supuesto que el balance económico iba a ser suficiente para la reelección y le parece inconcebible que la sociedad no reconozca sus esfuerzos para enderezar la situación del país. La realidad es tozuda: estos mimbres bastan para retener el voto de los convencidos, pero no para sacar de la abstención a electores desencantados o atraer a los de otros sectores, sin los cuales se arriesga a perder La Moncloa.
No es irrelevante que Rajoy diagnostique “problemas de comunicación” como causa de las derrotas en las elecciones autonómicas y municipales. Sin embargo, la serie de vaivenes a la que hemos asistido a cuenta de la crisis de Gobierno —y los que ayer mismo se produjeron sobre la devolución a los funcionarios de la paga que perdieron en 2012—, evidencian no tanto un problema de comunicación como de fuerte nerviosismo, de coordinación y de autoridad política en el conjunto constituido por el Gobierno y la organización del Partido Popular, que Rajoy se ha declarado dispuesto a dirigir a la vez.
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