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CONVERSACIÓN GLOBAL
Columna
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No se puede ser más argentino que el Papa

Francisco abre debates en su país con gran impacto y como si estuviera presente

Carlos E. Cué

Es difícil imaginar a alguien más argentino que el papa Francisco. El hombre que domina una organización con más de 1.000 millones de fieles en todo el mundo no quiere abandonar su esencia radicalmente porteña, del barrio de Flores. Y en su país, que no pisa desde que fue elegido —su primer viaje está previsto para 2016, después de las elecciones—, todos los caminos conducen a él. El Papa opina de casi todo, abre debates sociales —el último, sobre la oportunidad de dar un chirloa los niños cuando se portan mal—, manda cartas a políticos, llama a periodistas, da entrevistas. Y últimamente se ha especializado en contar chistes de argentinos.

Un pueblo orgulloso y nacionalista como este no dejaría que cualquiera se burlara de él. Pero el Papa es diferente. Es tan argentino que a él todo le está permitido. El último, en una entrevista a La Voz del Pueblo, de Tres Arroyos, al sur de la provincia de Buenos Aires, era demoledor e irreverente. “Los embajadores de los países se fueron a quejar a Dios porque a los argentinos les había dado tantas riquezas y a ellos solamente una. Y Dios contestó: para balancear les di los argentinos”, se reía Bergoglio. Entre risas, el Papa siempre mete mensajes políticos: “Argentina es un país de oportunidades perdidas”, decía. En otra entrevista contó cómo se suicida un argentino: subiéndose a su ego y tirándose desde ahí. Rafael Correa, el presidente de Ecuador, relató que el Papa se burló hasta de sí mismo: “La gente pensaba que por ser argentino me iba a llamar Jesús II en vez de Francisco”.

Bergoglio asegura que no está nada pendiente de Argentina. Es el mensaje oficial en el Vaticano. Pero todo lo que hace lo desmiente. Y en Argentina viven esperando su próxima aparición. “La verdad que es lamentable que en nuestro pueblo existan cosas como las barras bravas. Yo viví el tiempo del fútbol amateur, en la campaña del 46 yo tenía nueve años y siempre iba a la tribuna, nunca a la platea. Lo peor que se le decía al árbitro era vendido, infeliz, idiota, y de ahí no subía”. Otros tiempos.

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