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MIRADOR
Columna
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Por un puñado de votos

En campaña electoral, en la que parece que está permitido todo, los candidatos llegan a creerse que la sociedad está pendiente de ellos

Julio Llamazares

Debería estar prohibido por ley que los políticos hicieran el ridículo en las campañas electorales haciendo todo aquello que no hacen normalmente, esto es, visitar los mercados, andar en bicicleta, acariciar a los niños que se encuentran por la calle, recorrer las ferias de libros haciendo como que les interesan mucho, participar en verbenas y fiestas populares y saludar a todo aquel que se cruzan, lo conozcan o no. Que una persona que jamás se baja del coche entre campaña y campaña electoral se dedique a abrazar a todo el mundo con esa efusión que dan el aire libre y el contacto con la tierra firme produce en los que lo observan más vergüenza que otra cosa, salvo, claro está, entre sus seguidores más entregados. Que, éstos sí, les perdonan todo, como los aficionados del fútbol a las estrellas de sus equipos, hagan lo que hagan y digan lo que digan. Incluso cuando no hacen ni dicen nada, que es pocas veces. Y es que en campaña electoral, en la que parece que está permitido todo, los candidatos llegan a creerse que la sociedad está pendiente de ellos y por eso hablan y hablan sin cesar, diciendo muchas veces lo primero que les viene a la cabeza, causa de grandes dolores de ésta después, cuando los medios de comunicación reproducen sus palabras, que, como todos sabemos, no las lleva el viento a pesar de lo que diga el refrán. Hay otro, ese que afirma que "el que mucho habla mucho yerra", que sí continúa vigente para desgracia de los candidatos y preocupación de sus jefes de prensa.

Por otra parte, debería estar también prohibido a los candidatos, esto con mayor pena si cabe, vestirse fuera de su costumbre, esto es, de manera diferente a como visten normalmente, pues se les nota mucho la impostación, sobre todo a los que ya ejercen de gobernantes en ese momento. Ver a personas que habitualmente visten de traje y corbata descamisados y ataviados de modo informal produce una sensación mezcla de patetismo y de vergüenza ajena parecida a la que provocan esas personas que, al separarse después de años de matrimonio, cambian de atuendo y hasta de color de pelo intentando aparentar lo que ya no son. Aunque es mucho más patético, es verdad, ver a esos candidatos que, sin renunciar a su adusto terno o a su traje chaqueta y sus tacones, se suben a una bicicleta o saludan en el mercado a los carniceros y a las floristas aparentando la mayor naturalidad del mundo. Por principio, hay que desconfiar de la gente que no tiene sentido del ridículo o que, teniéndolo, traga con él tanto si lo hace por intentar triunfar nuevamente en el mercado de los corazones rotos o por un puñado de votos.

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