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Columna
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Las farolas humanas

En las declaraciones del presidente o sus ministros no se menciona el concepto de desigualdad

Joaquín Estefanía

Las farolas públicas de las principales calles de nuestro país han devenido gigantescos tableros de anuncios. Son un exponente muy representativo de la economía sumergida. Los mensajes se superponen unos a otros y los más nuevos ocultan a los más antiguos. De vez en cuando —cada vez con menos frecuencia— los Ayuntamientos limpian las farolas, pero apenas permanecen así 24 horas: al día siguiente ya están llenas otra vez.

Las cosas que se intercambian, los servicios que se ofrecen, se han sofisticado mucho. Ya no son sólo cerrajeros, pintores, chicas de compañía, clases particulares, pintores o reformas y portes; se han incorporado los trabajos de informática (muy abundantes), las subastas de coches, el empeño de los mismos con la ventaja de seguir circulando, la compraventa de todo tipo de objetos, las parrilladas de mariscos, o los teléfonos de gente que se ofrece a cuidar enfermos y dependientes.

Uno de los últimos anuncios que se ha incorporado es el de dentistas, odontólogos, endodoncias y otras variantes del cuidado de la boca, a precios muy por debajo de los de mercado. Quizá la publicidad que ha aparecido en diferentes medios de comunicación (entre ellos EL PAÍS) del Colegio de Odontólogos y Estomatólogos de Madrid pretenda combatir ese intrusismo. “No abras la boca a cualquier precio. No te fíes de los dentistas de anuncio. Luchar contra determinadas prácticas de publicidad engañosa que pueden suponer un perjuicio para los pacientes e incluso un riesgo para la salud”, reza el mensaje.

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Es difícil que los responsables gubernamentales observen ese mundo de la informalidad

Es difícil que los responsables gubernamentales observen ese mundo de la informalidad, que sin duda refleja otra vida. No suelen pasear mucho por las calles. El concepto de recuperación inclusiva tiene mucho que ver con los anuncios de las farolas. Y el de desigualdad. Es casi imposible recordar una eufórica declaración del presidente de Gobierno, o de sus ministros económicos, donde hayan pronunciado la palabra “desigualdad” de modo autónomo. En el extremo hablan incluso del momento en que los ciudadanos recuperarán la renta per capita que tenían antes de la crisis (siempre un año más allá) o de los efectos precarizadores de la reforma laboral (una etapa intermedia hacia el pleno empleo, este ya más del largo plazo), pero nunca mencionan el concepto de desigualdad. Es como si no existiese. Tenía razón Luis de Guindos en la entrevista que le hacía este periódico el pasado domingo: “Aquí cada uno es dueño de sus declaraciones y yo soy dueño de las mismas”. Mejor, pues, callar.

Y, sin embargo, la ampliación de las diferencias de renta y la riqueza se ha instalado en el lenguaje cotidiano de los ciudadanos, con categoría central. Thomas Piketty es uno de los responsables de ello. Ahora publica en España un segundo libro (La economía de las desigualdades, Anagrama) que es un ensayo general tras su best seller mundial El capital en el siglo XXI.

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